Crítica:DANZA | DE LOS RINCONES

La flor cambia de color

La bailaora descalza hace sonar un cuenco tibetano, como si llamara a la concentración; el cantaor le entrega una flor bruna (que ella se coloca en lo alto): más que aderezo, es un sino y un signo. Entonces se arranca con suficiencia y gusto.

Guadalupe entiende el flamenco desde una depurada formalidad no exenta de garra, de brío circular e interior. No puede decirse que sea una debutante: es artista hecha y sus bailes son imaginativos en una estudiada cuadratura, donde se acompaña a veces por Marco Flores, que hace de las manos cairel, con un lucimiento siempre a compás que reúne puntu...

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La bailaora descalza hace sonar un cuenco tibetano, como si llamara a la concentración; el cantaor le entrega una flor bruna (que ella se coloca en lo alto): más que aderezo, es un sino y un signo. Entonces se arranca con suficiencia y gusto.

Guadalupe entiende el flamenco desde una depurada formalidad no exenta de garra, de brío circular e interior. No puede decirse que sea una debutante: es artista hecha y sus bailes son imaginativos en una estudiada cuadratura, donde se acompaña a veces por Marco Flores, que hace de las manos cairel, con un lucimiento siempre a compás que reúne puntualidad vernácula con una pose propia y manierista, que puede gustar o no en su heterodoxia, pero sin duda resuelta con calidad.

DE LOS RINCONES

Coreografía: Guadalupe Torres; invitado: M. Flores; luces: S. Romero. V. Tomate y C. Villanueva (guitarras); K. Terrón (percusión); J. J. Amador y M. López 'El Mati' (cante). Teatro Pradillo. Hasta el 20 de agosto.

El vestuario está muy cuidado, con guiños a la indumentaria de leyenda (citando la India sobre un suave volantillo) y redondeando la estampa de la artista. Al final, un baile con mucho de conceptual a dúo entona la pareja sobre braceo y vueltas quebradas, y como cierre magistral, desde lo poético, evoluciones de ella sola con un duro foco que proyectaba su silueta sobre el telón, otra evocación añeja al ritmo de la voz antigua, un cadencioso recitado donde la bata de cola (entra con ella como si llevara una cruz a cuestas) juega un papel instrumental. Luego se descalza, abandona el traje y cierra el círculo lanzando al entarimado una flor que se ha encarnado, como por milagro de la hondura.

No faltaron los mochileros piadosos de la romería papal, y dieron la nota, algunos llegando tarde y otros dando pataditas de entusiasmo en la grada.

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