Columna

Las diputaciones de los Fabra

En un lugar apacible y tranquilo del Alto Mijares con 23 votantes, hace de esto algunos años, contestaba el vecindario de la siguiente forma, cuando se les preguntaba por el sentido de su voto en unas elecciones locales: "Aquí se mira a la diputación para ver quien manda". Dicho con todo respeto hacia aquellos votantes cargados de sinceridad y años, su voto estaba cautivo de las escasas subvenciones provinciales. Los responsables del clientelismo electoral no eran ellos, sino los grajos mal llamados políticos quienes, tras 15 años de Constitución democrática, todavía permitían o se beneficiaba...

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En un lugar apacible y tranquilo del Alto Mijares con 23 votantes, hace de esto algunos años, contestaba el vecindario de la siguiente forma, cuando se les preguntaba por el sentido de su voto en unas elecciones locales: "Aquí se mira a la diputación para ver quien manda". Dicho con todo respeto hacia aquellos votantes cargados de sinceridad y años, su voto estaba cautivo de las escasas subvenciones provinciales. Los responsables del clientelismo electoral no eran ellos, sino los grajos mal llamados políticos quienes, tras 15 años de Constitución democrática, todavía permitían o se beneficiaban de tales situaciones. Aquel lugar no constituía o constituye un hecho aislado en una geografía carpetovetónica, lastrada por el pasado en el ámbito político. Con cierta objetividad se podía ver aquello como un anacronismo que, con el tiempo y con el nuevo sistema autonómico que nos habíamos dado, desaparecería junto con su causa, que no era otra sino las decimonónicas diputaciones. Unas instituciones creadas en 1836, con órganos de elección indirecta y complicada. Esas diputaciones, las de los Fabra, desempeñaron un papel nada desdeñable durante la época de la Restauración para tener apaciguado al vecindario mediante una democracia aparente más que coja. Y lo harto esperpéntico resulta que ahí las tienen ustedes, vivas, coleando e inútiles, en la segunda década del siglo XXI. Administran una cantidad considerable del erario público, se constituyen -tal que la castellonense de Fabra- en poco más o menos que gobierno provincial, con iniciativas propias de otros colectivos sociales u otras administraciones (crean inmobiliarias como si de una empresa privada se tratara o aeropuertos sin aviones cuando se tiene uno infrautilizado en Manises a pocos kilómetros) y, en fin, aparecen en el escaparate público como un inmenso pesebre donde se alimentan estómagos agradecidos, deudos y amigos del presidente provincial de turno, que no lograron un sueldo en las urnas.

Quienes por estos pagos valencianos abogaron por la eliminación de las diputaciones, por redundantes cuando se tiene un régimen autonómico, y por la creación de consejos comarcales que planificaran y velaran por las necesidades de la última aldea, eran embestidos por una derecha rancia que les acusaba de inmediato de pancatalanistas, desertores del amor a la patria provincial y Dios sabe de cuántas maldades más. Eso por donde el PP o sus aledaños. Por donde el PSOE, con escasas excepciones, se callaba, y el silencio es una forma de aquiescencia o asentimiento. Así nos va y así les va al PSOE por estas tierras tan lúdicas y provinciales.

Ahora el ladrillo, la crisis y la deuda irresponsable de las administraciones públicas, han empujado al mismísimo Felipe González a declarar que se eliminen de una vez esas diputaciones de cualquier sitio, inútiles, apesebradas, y falsificadoras de la democracia mediante el clientelismo. Ya veremos qué sucede, que no sea el silencio.

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