Crítica:TECNO OMD

Los ochenta nos exaltan

La operación rescate de los años ochenta sigue su curso. Si hace bien poco se recordaban como sinónimo de vacuidad y fruslería, ahora no nos podemos resistir a encontrarlos desenfadados, efervescentes, revitalizantes. Y aquel pop con sintetizadores que se generalizó durante la primera mitad de la década constituye, 30 años más tarde, la quintaesencia del hedonismo. El imperio de la sonrisa terminó definitivamente ayer de conquistar estas tierras con la irrupción de los veteranos Orchestral Manoeuvres in the Dark.

Nadie llegó anoche a la Heineken para escuchar History of modern, e...

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La operación rescate de los años ochenta sigue su curso. Si hace bien poco se recordaban como sinónimo de vacuidad y fruslería, ahora no nos podemos resistir a encontrarlos desenfadados, efervescentes, revitalizantes. Y aquel pop con sintetizadores que se generalizó durante la primera mitad de la década constituye, 30 años más tarde, la quintaesencia del hedonismo. El imperio de la sonrisa terminó definitivamente ayer de conquistar estas tierras con la irrupción de los veteranos Orchestral Manoeuvres in the Dark.

Nadie llegó anoche a la Heineken para escuchar History of modern, el inevitable (y poco relevante) regreso discográfico de OMD, pero la sucesión de sus piezas clásicas generó una excitación colectiva que por momentos bordeaba la euforia. El cantante Andy McCluskey y el teclista Paul Humphreys han superado ya el medio siglo de edad y a buen seguro no volverán a escribir nada tan relevante como Organisation (1980) o Architecture & morality (1981), pero la reacción en la pista era tan cómplice y desaforada que se miraban de soslayo como sin acabárselo de creer. Solo les faltó pedir permiso para llamar a sus familias.

Estribillos contagiosos

OMD sigue practicando un tecno contagioso, amable. Los estribillos siempre resultan propicios para corear, mientras que los teclados garabatean motivos livianos. La fórmula es recurrente, pero, en estos tiempos de estómagos encogidos, las inyecciones de adrenalina se reciben con fervor. Nadie se tomó a mal que la Heineken presentara un sonido saturado, abigarrado y latoso, con la batería subidísima de volumen y la voz de McCluskey relegada a un murmullo en el que la fonética inglesa quedaba al amparo de la intuición.

Los cánticos de la sala atestada hasta límites claustrofóbi-cos se acentuaron con Tesla girls o Radio waves, pero tornaron en apoteosis cuando el mucho más recatado Humphreys, por primera vez en funciones de voz principal, le hincó el diente a Souvenir. McCluskey, expansivo y espasmódico en sus movimientos de peonza, recuperó el mando con la grandilocuente Joan of Arc y el público se postró ya a sus pies.

Faltaba el delirio de Enola Gay. Será añoranza pura, el recuerdo de los vinilos de nuestros hermanos o los movimientos cíclicos de la historia, pero los ochenta nos exaltan. Con sus teclados chillones, los contestadores telefónicos de doble casete y el ordenador Spectrum como obras cumbres del hombre tecnológico.

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