Columna

Patriotas

Para ser justos, debe aceptarse que el PSOE está mostrando una paciencia con el PP, en asuntos de terrorismo, más propia de una ONG humanitaria que de un partido político. Los reiterados y obscenos incumplimientos del pacto antiterrorista por parte de esa pléyade de dirigentes de talla mundial compuesta por Trillo, Mayor Oreja, González Pons o de Cospedal, no solo constituyen una deslealtad en toda regla; también es la peor estrategia que puede concebirse para acabar con ETA.

Según parece, a esa especie de esfinge de la política que es Rajoy (acostumbrado a mirar para otro lado cuando l...

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Para ser justos, debe aceptarse que el PSOE está mostrando una paciencia con el PP, en asuntos de terrorismo, más propia de una ONG humanitaria que de un partido político. Los reiterados y obscenos incumplimientos del pacto antiterrorista por parte de esa pléyade de dirigentes de talla mundial compuesta por Trillo, Mayor Oreja, González Pons o de Cospedal, no solo constituyen una deslealtad en toda regla; también es la peor estrategia que puede concebirse para acabar con ETA.

Según parece, a esa especie de esfinge de la política que es Rajoy (acostumbrado a mirar para otro lado cuando la carcoma invade su propio partido) no le basta con el deterioro que está sufriendo el Gobierno a causa de la crisis económica. Es muy probable que sus expertos asesores le hayan advertido de que los 12 o 13 puntos de distancia que muestran las encuestas no son todavía suficientes para garantizarse la victoria electoral en 2012. En estas circunstancias, inocular altas dosis de populismo en una sociedad harta ya de tanta crisis y emocionalmente predispuesta a encontrar soluciones simples a problemas complejos, representa un pasaporte casi seguro al poder. Nada que no haya sido probado ya en numerosos países con éxito más que notable.

Se me dirá que en una sociedad democrática, el control y la crítica al Gobierno, incluso si esta es tan feroz como en España, no solo es un derecho de la oposición, sino una obligación orientada a evitar las múltiples desviaciones de poder que suelen exhibir los gobernantes de turno. Y llevarán razón quienes así piensen. Como también la llevan aquellos que creen que existen ciertos límites que no debieran sobrepasarse nunca, si no es al coste de provocar una reducción sustancial de la calidad de la democracia misma que se pretende salvaguardar.

Ni parece muy patriótico que un expresidente de España imparta conferencias a unos kilómetros de Wall Street poniendo en duda la fortaleza de la deuda soberana, ni puede aceptarse que uno de los dos firmantes de un pacto antiterrorista lo vulnere, un día sí y otro también, justamente en unos momentos en los que su principal objetivo está al alcance de la mano.

Aunque bien pensado, no debiera sorprendernos demasiado. En este país estamos ya bastante acostumbrados a que el patriotismo, tantas veces proclamado por la derecha, acabe siendo, en la práctica, un valor defendido casi en exclusiva por la izquierda socialdemócrata. Y si me apuran, como recordaba recientemente Jordi Pujol, también por los nacionalistas, quienes en asuntos verdaderamente esenciales (veáse mayo de 2010) acaban comportándose siempre como auténticos políticos de Estado, a muchos años luz de un líder de la oposición, como Rajoy, incapacitado estructuralmente para pensar más allá de sus narices electorales.

Puede que, aún así, este acabe ganando las elecciones, cosa que dudo; pero no debiera equivocarse: su irresistible ascensión al poder no guarda relación alguna con las expectativas depositadas en él por los españoles para gestionar eficazmente los asuntos públicos. Sencillamente, necesitan creer en algo.

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