Columna

Buenos y malos

Siempre intuí que todas esas teorías esencialistas acerca del ser humano, intentando convencernos de que éste es, por naturaleza, fundamentalmente bueno (tesis Rousseau) o fundamentalmente malo (tesis Hobbes), no se ajustaban en absoluto a la observación de los hechos. Algo que también me ocurre con aquellas otras que defienden el carácter dual de dicha naturaleza, dando por demostrado que en cada uno de nosotros hay una parte buena y otra mala que se manifiesta alternativamente según las circunstancias.

Pues bien, gracias a Eduard Punset, ahora nos llegan pruebas científicas de que mi ...

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Siempre intuí que todas esas teorías esencialistas acerca del ser humano, intentando convencernos de que éste es, por naturaleza, fundamentalmente bueno (tesis Rousseau) o fundamentalmente malo (tesis Hobbes), no se ajustaban en absoluto a la observación de los hechos. Algo que también me ocurre con aquellas otras que defienden el carácter dual de dicha naturaleza, dando por demostrado que en cada uno de nosotros hay una parte buena y otra mala que se manifiesta alternativamente según las circunstancias.

Pues bien, gracias a Eduard Punset, ahora nos llegan pruebas científicas de que mi intuición no iba muy desencaminada. Según explicaba el psicólogo de Yale John Bargh, al popular divulgador en uno de los capítulos de Redes, existen experimentos científicos sobre el comportamiento humano que muestran a las claras que, del mismo modo que hay personas que se comportan siempre de manera honesta y bienintencionada, independientemente de cuál sea el ámbito en el que actúen, existen otras que las dejas solas, y son perfectamente capaces de hacerse trampas a sí mismas con tal de conseguir el fin deseado. De lo que se desprende que el nudo gordiano del asunto no reside tanto en el carácter innato de la naturaleza humana, así en general, sino más bien en el hecho de que existan individuos honestos y deshonestos por naturaleza, que es algo muy distinto.

Aunque esta conclusión pueda resultar algo inquietante, justo es reconocer que concuerda mucho mejor con los resultados extraídos de nuestra experiencia vital, ya desde la más tierna infancia. Porque no solo explicaría el despreciable comportamiento de personajes históricos como Hitler, Stalin, Idi Amin o Leopoldo II de Bélgica; también aclararía la conducta de aquel compañero de colegio que nos robaba el balón y el bocadillo en el recreo, o pegaba a los más pequeños, sin motivo aparente; o de ese vecino del sexto que en las juntas de escalera se opone por sistema a cualquier acuerdo, por muy beneficioso que este resulte para todos; o en fin, justificaría la enorme satisfacción que sentíamos cuando, en el cine de antaño, los buenos siempre vencían a los malos sin que jamás hiciera falta preguntarnos quienes eran unos y quienes otros.

Además, ahora se entiende mucho mejor por qué en el mundo de la política, el periodismo o las finanzas, algunos de sus miembros pueden dedicarse a prevaricar, mentir, manipular, robar, calificar deuda o vender hipotecas subprime sin importarle un bledo las consecuencias de sus acciones y sin tener el más mínimo remordimiento. Y lo que es aún más sorprendente, sin que sus ganas de dormir y su expresión facial se vean alteradas por ello lo más mínimo. Ahora lo sabemos: no es que la naturaleza humana sea así. Es que ellos son así.

Llegados a este punto, la inquietante pregunta es: ¿tendrá esta nueva teoría del comportamiento humano algo que ver con el hecho de que personajes como Garzón o Ángel Luna sean, precisamente, los que están hoy sentados en el banquillo de los acusados? Escalofríos me dan sólo con pensar en la posible respuesta.

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