Crítica:POP | Víctor Manuel

El abuelo Víctor toma la palabra

Víctor Manuel San José siempre ha sido un buen cantador de historias, pero con el tiempo ha desarrollado dotes de monologuista para contarlas. Y así, sumando ambas cualidades, se presenta a pecho descubierto en este ciclo, Vivir para cantarlo, que le ha proporcionado un cierto reverdecer artístico: voz, palabra, su guitarra acústica y poco más. Las verdades precisan de escaso ropaje y ninguna cosmética para brillar con luz propia. Y Víctor, en la serena madurez de los sesenta y tantos, hace bien en apuntar hacia los territorios de las esencias.

Ha conocido tiempos de mayor gloria...

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Víctor Manuel San José siempre ha sido un buen cantador de historias, pero con el tiempo ha desarrollado dotes de monologuista para contarlas. Y así, sumando ambas cualidades, se presenta a pecho descubierto en este ciclo, Vivir para cantarlo, que le ha proporcionado un cierto reverdecer artístico: voz, palabra, su guitarra acústica y poco más. Las verdades precisan de escaso ropaje y ninguna cosmética para brillar con luz propia. Y Víctor, en la serena madurez de los sesenta y tantos, hace bien en apuntar hacia los territorios de las esencias.

Ha conocido tiempos de mayor gloria, pero el asturiano conserva parroquia suficiente como para enfrentarse a cuatro noches en el Coliseum de la Gran Vía, apenas un año después de abordar un reto similar en el Teatro Bellas Artes. Anoche no hubo lleno, pese a los muchos invitados. Pero sí abundantes salvas de aplausos ganados a pulso de sinceridad y coraje, arrancados desde un corazón que se desnuda y muestra una vida de batallas y latidos. Un corazón que en su día se tendió al sol y hoy aún bombea briznas de humanidad y esperanza.

Asombra sentirlo tan entrañable y tan voluble. Tan asonante

Víctor y su director escénico, José Carlos Plaza, lo tienen todo calculado. Saben de la eficacia de unas historias que ya brotaron muchas noches de sus labios: la singularidad de los periplos vitales del cura Herminio, la abuela María o ese gobernador civil de Guipúzcoa que le empapeló por el "posible antiespañolismo" de su pasodoble bufo Soy de España. El anecdotario se ha enriquecido con episodios como el del militar tinerfeño que aleccionó a un jurado para que relegara a Víctor en un certamen de cantautores. Y hay, en general, más ganas que nunca de llamar a las cosas por su nombre. Ahora que nos quieren dóciles y desmemoriados, él enarbola uno de sus octosílabos más demoledores: "Solo olvidan los bobos". Y por eso testimonia sin remilgos las nada corteses visitas a los despachos de la Puerta del Sol: "Recuerdo a cada uno de los hijos de puta que nos maltrataron".

Nuestro hijo del ferroviario, aquel chavalín avergonzado por no finalizar los estudios, será hasta los restos un hombre comprometido. Con todo, esa sabiduría que solo el tiempo sedimenta le ha enseñado a no darse demasiada importancia. Se confiesa con las manos en los bolsillos y la voz humilde, tan lejos de quienes, a falta de grandeza, solo pueden alardear de grandilocuencia. Asombra sentirlo tan entrañable y tan voluble. Tan asonante. Porque algunas de las piezas que escuchamos ayer seguirán siendo carne de tarareo cuando a todos ya nos haya devorado el olvido.

Importan, ante todo, las canciones. Algunas suenan hoy circunstanciales, hijas efímeras de su momento. Pero otras se engrandecen con el paso de los años. Ahí queda el dramatismo conmovedor de La madre, historia tan inverosímil que solo podía ser verídica. Quedan las canciones, sí. Y los hijos. David San José acompaña al padre desde el piano y encubre el pudor tras la melena mientras le cantan Si te conozco bien, que Víctor compuso cuando le esperaba. Hoy el entonces inminente padre ya es abuelo, como aquel al que inmortalizó en su mina. Pero su palabra sigue cobrando sentido cada vez que la toma.

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Victor Manuel durante su actuación ayer en el Teatro Coliseum.BERNARDO PÉREZ

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