Columna

El cuento

Vivir del cuento. A eso es a lo que, al parecer, se dedican los descendientes de los escritores una vez que estos han muerto: a vivir del cuento. No un año ni dos, ¡70! Setenta años sin dar ni palo al agua. Así lo hemos podido leer varias veces en los últimos tiempos. Javier Marías salía al paso este domingo de esta afirmación convertida ya en lugar común defendiendo el derecho que iguala al creador con el resto de los trabajadores, aunque en el caso de la escritura o de la música las herencias tengan fecha de caducidad.

A mí se me ocurría algo más que añadir al hilo de este asunto. Cua...

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Vivir del cuento. A eso es a lo que, al parecer, se dedican los descendientes de los escritores una vez que estos han muerto: a vivir del cuento. No un año ni dos, ¡70! Setenta años sin dar ni palo al agua. Así lo hemos podido leer varias veces en los últimos tiempos. Javier Marías salía al paso este domingo de esta afirmación convertida ya en lugar común defendiendo el derecho que iguala al creador con el resto de los trabajadores, aunque en el caso de la escritura o de la música las herencias tengan fecha de caducidad.

A mí se me ocurría algo más que añadir al hilo de este asunto. Cuando un columnista afirma con tal virulencia que los herederos de los escritores viven del cuento sería lógico que aportara datos de cuántas familias han podido sobrevivir a costa de los beneficios generados por los libros de papá, mamá o el abuelo. Ahora resulta que los rentistas españoles son los descendientes de Benet, Martín Gaite, García Hortelano, Barral o Laforet. Ja. Incluso en el caso de Delibes, uno de los autores españoles más recomendados en centros de enseñanza, ¿en qué cabeza cabe que esa familia numerosa confíe en las novelas del padre para abandonarse a la holgazanería?

España, tan dada a los golpes de pecho en los entierros y a volcarse en las despedidas, olvida pronto a sus muertos ilustres. Y los derechos, en el mejor de los casos, dan un dinero, pero desde luego no para vivir de ese cuento que provoca tanta ira. Tal y como se aborda el asunto da la impresión de que la clave de la mejora económica de un país como el nuestro, que está pasando de puntillas ante el fantasma de la intervención, está en erradicar ese derecho. Se le da una importancia tan desmedida a un asunto tan menor que es lógico preguntarse si no hay una voluntad malévola de apuntarse al descrédito del creador, algo en boga en estos días.

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