Editorial:

Matanza en Tucson

Los partidos se distancian del radicalismo del Tea Party tras el ataque a una congresista

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Un joven de 22 años, Jared Lee Loughner, disparó a bocajarro contra la congresista demócrata Gabrielle Giffords en Tucson, Arizona, hiriéndola de gravedad. Después dirigió su arma contra la multitud, dejando seis muertos y casi una veintena de heridos entre las personas que asistían al mitin de Giffords. La policía detuvo al autor de la matanza, aunque busca, además, a un presunto cómplice. Para los investigadores, Loughner se trata de una persona "inestable" más que de un militante radical. Pese a ello, y paradójicamente, no cabe restar gravedad al caso, en la medida en que el debate político...

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Un joven de 22 años, Jared Lee Loughner, disparó a bocajarro contra la congresista demócrata Gabrielle Giffords en Tucson, Arizona, hiriéndola de gravedad. Después dirigió su arma contra la multitud, dejando seis muertos y casi una veintena de heridos entre las personas que asistían al mitin de Giffords. La policía detuvo al autor de la matanza, aunque busca, además, a un presunto cómplice. Para los investigadores, Loughner se trata de una persona "inestable" más que de un militante radical. Pese a ello, y paradójicamente, no cabe restar gravedad al caso, en la medida en que el debate político norteamericano ha adquirido tal dureza que la violencia puede llegar a percibirse como un desenlace inevitable.

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El ataque contra Giffords ha supuesto, con todo, una llamada de atención sobre la crispación que vive Estados Unidos y de la que el Tea Party ha hecho su principal y casi única estrategia. Giffords, de 40 años, se ha caracterizado por su defensa de los derechos de los trabajadores extranjeros en un Estado que, como Arizona, ha tratado de convertir la inmigración ilegal en un delito. Durante meses, la congresista ha sido por ello objeto de una campaña de ataques en la que ha llegado a participar la propia Sarah Palin. En una de sus páginas de Internet aparecen señalados con dianas los Estados que aspira a arrebatar a congresistas y senadores demócratas. El nombre de Giffords estaba escrito en ese mapa de objetivos, y Palin lo mantenía horas después del ataque.

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Nadie en Estados Unidos se ha atrevido a señalar una relación directa entre la matanza de Tucson y la degradación política que vive el país, en especial tras las elecciones del pasado noviembre, en la que los republicanos obtuvieron la mayoría en el Congreso. Pero lo que sí parece extenderse es la conciencia de que ha llegado la hora de poner freno a los excesos, algo en lo que coinciden los demócratas y los republicanos más alejados del Tea Party. Se trata, sin duda, de un consenso imprescindible, pero falta por saber si las emociones suscitadas por la tragedia serán suficientes para reintroducir el demonio del extremismo en la botella o, por el contrario, solo alcanzarán a levantar otra efímera barrera que acabará cediendo al empuje de la demagogia y el radicalismo

Incluso sin el ataque contra Giffords, los modos de hacer política instaurados por el Tea Party constituían un peligro creciente para la salud del sistema democrático en la primera potencia del mundo. Producido el ataque, ese peligro se materializa en el hecho de que solo los principales líderes de los dos grandes partidos se han pronunciado de forma contundente contra la violencia. Si los republicanos logran poner coto a la expansión del Tea Party en sus filas, habrá sido un movimiento tan desestabilizador como, al fin, efímero. Pero las respuestas políticas a la matanza de Tucson solo acaban de empezar, y si el Tea Party supera la prueba habrá más razones que antes para temer su fanática influencia.

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