Columna

Puentes volados

Al día de hoy no creo que exista un colectivo más odiado que el de los controladores aéreos, esos pijos del espacio. A este país siempre le ha tocado lidiar con más aristócratas de los que puede soportar. Seres mimados sin el menor sentido cívico. Si los médicos dejaran tirados a sus pacientes en la mesa del quirófano con el cuerpo abierto en canal, nos echaríamos las manos a la cabeza. A ningún otro profesional de un servicio público esencial se le hubiera ocurrido abandonar el puesto de trabajo en semejante situación. Eso por no citar a los particulares que se lo curran a diario por su cuent...

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Al día de hoy no creo que exista un colectivo más odiado que el de los controladores aéreos, esos pijos del espacio. A este país siempre le ha tocado lidiar con más aristócratas de los que puede soportar. Seres mimados sin el menor sentido cívico. Si los médicos dejaran tirados a sus pacientes en la mesa del quirófano con el cuerpo abierto en canal, nos echaríamos las manos a la cabeza. A ningún otro profesional de un servicio público esencial se le hubiera ocurrido abandonar el puesto de trabajo en semejante situación. Eso por no citar a los particulares que se lo curran a diario por su cuenta y riesgo. Historias humildes de gente que se deja la piel en el tajo cada día, sin sueldos millonarios, ni ayudas oficiales, ni cristo bendito que les dé un crédito, haciendo lo imposible por sacar adelante su garita, que puede ser una librería o un horno, como si fuera el último refugio contra las tormentas. No son negocios para hacerse ricos, ni nadie va a ponerles una medalla. El asunto suele dirimirse entre ellos y la gente que va por allí. Tampoco es que lo hagan por altruismo. Acaso por una manera antigua de entender el trabajo como un servicio a sus vecinos.

El barrio de Russafa está lleno de lugares así. Hay libros de segunda mano que crecen en bares con sofá y mesa camilla; islas donde se puede tomar la mejor cerveza del mundo mientras se escucha a John Coltrane o al pianista de Casablanca según pinte el día. Uno de esos locales es la tetería Alquimia. Allí de cuando en cuando se proyectan películas que ni siquiera están estrenadas en España, rarezas a veces demasiado experimentales, pero también otras que son auténticas joyas del cine indie. El tipo que se encarga de las proyecciones es el dueño del videoclub Strómboli. Se llama Dani y él mismo se toma el trabajo de subtitular las cintas. No cobra un duro. Lo hace por amor al arte y a las cuarenta o cincuenta personas que acuden a la cita y se sientan por todo el local con cojines en el suelo. Sus principios de profesionalidad son los mismos que rigen para los poetas y las farmacias de guardia. Me pasé por el videoclub el pasado puente y estaba abarrotado de gente joven a quienes los controladores habían dejado en la estacada y acudían allí dispuestos a viajar de cualquier modo. En mi caso el destino fue Ankara, de la mano de un cínico y avezado espía, interpretado por James Mason, en Operación Cicerón. Ya ven, siempre hay otras maneras de volar un puente. A los controladores yo les recomendaría El puente sobre el río Kwai. Con ellos encima, claro. Después de la que liaron, todavía se atreven salir ante las cámaras de televisión haciendo pucheritos porque el Gobierno les mandó al Ejército para obligarlos a cumplir con su obligación. Pero ¿qué querían? ¿que les enviasen a los niños del colegio de San Ildefonso? Ahora prometen que se van a portar bien en Navidad. No me fío un pelo.

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