Crítica:ROCK | Campbell & Lanegan

Dos náufragos ensimismados

De Isobel Campbell y Mark Lanegan siempre se dijo que constituyen la extraña pareja del rock con raíces: ella, la estampa misma de la frágil belleza escocesa; él, ese lobo estepario que canta como si de su garganta emanara una humareda impenetrable. La candidez y la tosquedad o, dicho de otro modo, la atracción de los polos opuestos. Entrados en el juego de los contrastes, tenía su gracia que el dúo compareciera en un sitio tan atípico como el Florida Park, reducto kitsch con su lámpara de estalactitas, las bolas de espejo, esos camareros de la vieja guardia y el espíritu de las galas t...

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De Isobel Campbell y Mark Lanegan siempre se dijo que constituyen la extraña pareja del rock con raíces: ella, la estampa misma de la frágil belleza escocesa; él, ese lobo estepario que canta como si de su garganta emanara una humareda impenetrable. La candidez y la tosquedad o, dicho de otro modo, la atracción de los polos opuestos. Entrados en el juego de los contrastes, tenía su gracia que el dúo compareciera en un sitio tan atípico como el Florida Park, reducto kitsch con su lámpara de estalactitas, las bolas de espejo, esos camareros de la vieja guardia y el espíritu de las galas televisivas de José María Íñigo gravitando aún por los rincones. Era una noche extraña, de encanto desconcertante, y que nos tenía reservada otra sorpresa monumental: el estreno capitalino de Harper Simon, el hijo de Paul Simon, en calidad de telonero. Por desgracia, un inoportuno trancazo le dejó recluido en el hotel.

Isobel y Mark conquistan el escenario con gesto impertérrito, eluden cualquier tentación de saludo o comunicación no verbal y permanecerán de tal guisa durante toda la noche: tan absortos como si nos los encontráramos en sus habitaciones, con las camas deshechas, después de una semana en la que no hubiese parado de llover. Se les diría abducidos y ya se sabe que la falta de expresividad dificulta las relaciones humanas: incluso a Come undone, excelente remedo del soul de los sesenta, le faltó mordiente, pellizco emocional. Por mucho que Campbell colorease la parte final con su trémulo violonchelo.

El arranque fue todavía más estático, con la hermosa (e inmóvil) We die and see beauty reign. Hay tiempo durante la noche para el blues de guitarras rasposas (You won't let me down again), los valses con dobro melancólico o algunas baladas colosales en su desolación. Lanegan tampoco inmuta el ademán mientras se "ahoga en un océano de lágrimas" (Ballad of broken seas), pero es imposible no sobrecogerse cuando interpreta The circus is leaving, tan teñida de pérdidas y ausencias como las más tristes canciones de Mary Chapin Carpenter. Así seguirán los dos: sin hacerse un solo guiño, abrazados a sus micrófonos como un par de náufragos ensimismados. Lejanos y heroicos. Extraños como ellos solos.

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