Columna

El olor de los libros

Y no me refiero a los de contabilidad, que por lo común huelen a sacristía acorazada, sino a un reportaje donde expertos en aromas, supongo que de origen más menos gastronómico, han olfateado algunos de los ancianos volúmenes de la feria del libro antiguo y de ocasión en Madrid. Como es lógico, han descubierto multitud de olores, que por lo común desprenden aromas vinculados a la naturaleza pasada por lo artesanal. Los libros, que se me alcance, no se comen todavía, salvo por los ratones, de los que nadie sabe nada acerca de sus gustos literarios o de preferencias de antigüedad o de formato, y...

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Y no me refiero a los de contabilidad, que por lo común huelen a sacristía acorazada, sino a un reportaje donde expertos en aromas, supongo que de origen más menos gastronómico, han olfateado algunos de los ancianos volúmenes de la feria del libro antiguo y de ocasión en Madrid. Como es lógico, han descubierto multitud de olores, que por lo común desprenden aromas vinculados a la naturaleza pasada por lo artesanal. Los libros, que se me alcance, no se comen todavía, salvo por los ratones, de los que nadie sabe nada acerca de sus gustos literarios o de preferencias de antigüedad o de formato, y por esos diminutos insectos parecidos a pececillos breves que muestran un notable interés por ingerir las líneas impresas, ya sea en vertical o en horizontal, como si fuera una señal indeleble de lectura. No es un problema menor este de determinar a qué huelen los libros antiguos. Incluso podría establecerse una clasificación según varios parámetros: fecha de edición, condiciones de conservación, frecuencia de consultas, presencia habitual o no de fumadores y otras variables acerca de asunto tan poco estudiado, fumigadores aparte.

Otra cosa es que las librerías bien nutridas huelan solamente a libros, debido tal vez a las reposiciones continuadas y a sus por lo común excelentes condiciones de ventilación, con lo que el olfato se pierde en una especie de universalidad que identifica genéricamente la amplitud de lo expuesto en sus anaqueles, aunque nadie sepa exactamente a qué aroma responde cada uno de sus libros. Sin ir más lejos, hace algunos años manoseé hasta la exasperación Cien años de soledad, en su primera edición de Sudamericana, hasta el punto de que finalmente olía a mis asquerosos dedos, tal vez también a mi tímido aliento, así que aproveché un viaje en tren de cercanías para arrojar el libro por la ventanilla a fin de liquidar un contagio no del todo deseado, y al llegar a destino adquirí en la estación otra edición del libro, en esta ocasión de tapas duras para aplazar complicidades siempre espúreas y en ocasiones bastante desalentadoras.

En algunas viviendas de amigos tercos o un tanto dados a la desidia todavía sobrevive la biblioteca en el salón de la casa. Son los menos, porque los más la han relegado al cuarto trastero a fin de no contaminar a sus nuevos amigos con sus antiguos gustos lectores, así que, como en las librerías acomodadas, las novedades reposan en el centro de mesa junto al whisky y desgastados vasitos de té de menta a medio consumir. Los best-sellers a lo Pérez Reverte son apartados antes de la picadita de la cena mientras en el trastero gruñe Faulkner a caballo, Juan Benet se toma un vinazo con Rosa Regàs, Juan Goytisolo se lamenta del poco eco que recibe su gran epopeya palestina y Sánchez Dragó se lo monta con la edición de bolsillo de Lolita.

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