Análisis:EL ACENTO

Ortografía por votación

El problema no era la ortografía sino la onomástica. Al final, las 800 páginas de la nueva norma panhispánica para la escritura correcta han pesado menos que el nombre de dos letras. Desde que hace casi un mes se anunciaron los primeros cambios hasta que el domingo pasado las 22 Academias de la Lengua aprobaron, suavizado, el texto definitivo de la Ortografía, la polémica ha generado más ruido que nueces.

En su afán por favorecer la unidad de una lengua de por sí muy unida -los hispanohablantes de todo el planeta comparten más de un 80% de su vocabulario-, los académicos propusie...

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El problema no era la ortografía sino la onomástica. Al final, las 800 páginas de la nueva norma panhispánica para la escritura correcta han pesado menos que el nombre de dos letras. Desde que hace casi un mes se anunciaron los primeros cambios hasta que el domingo pasado las 22 Academias de la Lengua aprobaron, suavizado, el texto definitivo de la Ortografía, la polémica ha generado más ruido que nueces.

En su afán por favorecer la unidad de una lengua de por sí muy unida -los hispanohablantes de todo el planeta comparten más de un 80% de su vocabulario-, los académicos propusieron unificar la denominación de cuatro letras cuyo nombre varía según los países: ye, be, uve y doble uve en lugar de i griega, be alta o larga, be baja o corta y ve doble o doble ve. El resultado fue una avalancha de críticas -muchas vía Internet y no pocas plagadas de faltas (de ortografía)- ante lo que unos consideraban un atentado al pedigrí grecolatino del español y otros, un incómodo cambio de costumbres.

Pero tan surreal como algunos ataques a los académicos, tildados al mismo tiempo de elitistas y de populistas, había sido el método elegido por estos para tomar su decisión. Como contó uno de los miembros de la comisión ortográfica, los partidarios de la uve consiguieron lo que se proponían a cambio de ceder la i griega. Algo así como "yo me quito el bigote, tú te afeitas la barba". En lugar de una solución acababan de crear dos problemas. La lingüística no es una ciencia exacta, pero resulta difícil imaginar a un grupo de astrónomos votando a mano alzada si Plutón es o no un planeta.

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Si la lengua se mueve por un estricto criterio de economía -decir lo máximo con el mínimo de palabras-, la norma que regula la lengua escrita trata de conciliar el presente y la historia, es decir, el uso y la etimología. Fue ese intento de cuadrar el círculo el que jubiló en el siglo XIX formas como coraçon y orthographía.

Lo triste del último retoque es que el peculiar método de normativa por votación -pulida además por votación popular- ha terminado eclipsando una obra monumental que trata de conseguir una ortografía coherente con la gramática y de avanzar en el viejo deseo de Nebrija de escribir como se habla.

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