Droga en frijoles, botones y tablas de surf

"Esa guitarra la llevaba un senegalés", dice el inspector jefe de Estupefacientes frente a la pantalla de su ordenador. En la foto, el instrumento destripado y la droga colocada primorosamente a su lado. "Le pedí que tocara algo, pero no sabía". Guitarras, sillas de montar, tablas de surf... Cualquier sitio es bueno para esconder droga. Cualquier sitio, también, es susceptible de levantar sospechas. Si las hay, los agentes agitan, pesan, hurgan y, si lo creen necesario, rompen.

En realidad, es la persona, y no el bulto lo que llama la atención. A los agentes, por ejemplo, les extrañó ve...

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"Esa guitarra la llevaba un senegalés", dice el inspector jefe de Estupefacientes frente a la pantalla de su ordenador. En la foto, el instrumento destripado y la droga colocada primorosamente a su lado. "Le pedí que tocara algo, pero no sabía". Guitarras, sillas de montar, tablas de surf... Cualquier sitio es bueno para esconder droga. Cualquier sitio, también, es susceptible de levantar sospechas. Si las hay, los agentes agitan, pesan, hurgan y, si lo creen necesario, rompen.

En realidad, es la persona, y no el bulto lo que llama la atención. A los agentes, por ejemplo, les extrañó ver a una señora de casi 80 años, sola, desorientada en el hall de llegadas de Barajas. Venía en un vuelo caliente de Santo Domingo y tenía toda la pinta de no haber estado en un aeropuerto en la vida. Además, caminaba raro. Le encontraron tres kilos de cocaína pegados al body.

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Los agentes de Estupefacientes han visto de todo: bolas de cocaína líquida metidas en pimientos frescos, figuritas de artesanía que esconden droga en polvo, frijoles hechos de cocaína, una maleta entera llena de ropa impregnada en droga y otra con pantalones, jerséis y chaquetas ridículamente llenos de botones (cosidos como si fueran de adorno) hechos también de cocaína. La pierna ortopédica de un señor que iba en silla de ruedas resultó ser un escondite. Otro hombre, vestido de cura, llevaba decenas de ladrillos en la maleta. Hombres y mujeres llegan arrastrando pesadamente paquetes de droga adosada a las piernas o a fajas que les cubren todo el torso. Dentro de puros, de perchas, de las varillas extensibles de los trolleys...

Sus fotos tapizan una de las paredes de la comisaría. Al pie, nombre, nacionalidad y el modo en que intentaron pasar la droga. Hay parejas, hombres y mujeres de más de 80 años, chicos jovencísimos. Muchos son españoles; cada vez llegan más del este de Europa. Y más de un tercio del total, casi la mitad, son boleros.

Modesto B., cocinero dominicano, pero residente en España, observa sentado en la comisaría cómo dos policías se afanan en despegar el falso fondo de su maleta, un trolley llamativo con rayas de colores. Les mira a ellos y al suelo alternativamente. Aparecen unos sobres grises, bien apilados. Uno, otro, otro más. El hombre, de 39 años, asegura que estuvo en Santo Domingo unos días por motivos familiares. "Yo desconocía que la maleta tuviera eso. La compré en un mercadillo, estaba usada", insiste con un hilo de voz. Modesto está detenido. Le toman las huellas, le hacen la foto. Un par de horas después llega la información del laboratorio: los sobres plateados contenían casi 2,3 kilos de cocaína.

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