DON DE GENTES

Por hablar

Decir a estas alturas que hubo momentos de gran comicidad en la entrevista que Millás le hizo a Felipe González puede sonar como una impertinencia después de que una parte del universo mediático concluyera, sin que les cupiera un resquicio de duda, que de las palabras del ex presidente se desprendía que él estaba al tanto del terrorismo de Estado. Yo más bien creo que el conjunto de la entrevista fue el resultado de la incontinencia verbal. Lo que me pareció prodigioso, así se lo dije a Millás, fue la manera en que consiguió ordenar el discurso inabarcable de González. Servidora ...

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Decir a estas alturas que hubo momentos de gran comicidad en la entrevista que Millás le hizo a Felipe González puede sonar como una impertinencia después de que una parte del universo mediático concluyera, sin que les cupiera un resquicio de duda, que de las palabras del ex presidente se desprendía que él estaba al tanto del terrorismo de Estado. Yo más bien creo que el conjunto de la entrevista fue el resultado de la incontinencia verbal. Lo que me pareció prodigioso, así se lo dije a Millás, fue la manera en que consiguió ordenar el discurso inabarcable de González. Servidora confiesa que le fue a entrevistar hace años y que de vuelta a casa tomó una decisión dramática: no escribir la entrevista. Material había. Pero era verano. Y es humano considerar que entre transcribir una entrevista con Felipe González o disfrutar de un merecido mes de descanso con la familia, me decantara por esto último. ¿Pesó más la familia que la vocación? Digamos que perdió la vocación a favor de la pereza. Por eso, cuando leí en palabras de Millás que durante el encuentro desconectaba y emprendía uno de esos viajes astrales a los que te obligan las personas demasiado expansivas, le admiré doblemente: por saber ir y volver con esa astucia. Nunca podrá saber el escritor qué es lo que se perdió durante sus ausencias, sí sabemos que lo que recogió fue jugoso. Repito, hubo frases de antología; no sé de qué tipo de antología, tal vez de la del absurdo. Comentarios que, debido al peso de las revelaciones estrictamente políticas, se han de quedar enterradas como si les hubiera caído encima una lluvia de pedruscos. Le preguntaba el entrevistador a nuestro ex por sus aficiones, por si veía la tele, o iba al cine, o seguía series. Y el hombre, ese jarrón chino, hizo una definición de las series televisivas merecedora de estar recogida en algún manual de escritura cinematográfica: "¿Series de las que te obligan a saber qué ha pasado la vez anterior? Ah, no, no me gustan". Esta semana, cuando tras la cena corría al sofá para saborear mi vicio de los últimos tiempos, dos capítulos de Mad Men (o tres), pensaba en la definición felipesca y me daba la risa. Así se debería dar la teórica televisiva. Sin tonterías, ni jerga profesional. Pero dejando a un lado la candorosa sencillez de la definición diré que a "esas series que te obligan a saber qué ha pasado la vez anterior" les debo parte de mi felicidad infantil, y si en algo me parezco a quien yo fui es en que sigue intacta la capacidad de disfrutar con las desventuras de un personaje del que cuanto más conoces más deseas saber. González resumió con un plumazo de indiferencia lo que para mí es el colmo de la dicha. Mientras una novela puede marcarte de manera rotunda, una serie literaria te devuelve el entusiasmo infantil por un mundo cerrado: Tintín, Guillermo Brown, el comisario Maigret, el comisario Brunetti o el oscuro Ripley. No es necesario leer el primer libro para entender el resto, pero los amantes de las series anhelan asistir al nacimiento de su personaje. Al momento de la criptonita. Una película podrá permanecer en tu memoria tozudamente pero la serie definirá épocas de tu vida: Perdidos en el espacio, Arriba y abajo, Los Soprano, Seinfeld o este Mad Men que ahora disfruto. El éxito de las novelas de Dickens por entregas fue tal que los lectores esperaban ansiosos en el muelle de Nueva York la llegada del siguiente capítulo de Oliver Twist. También me imagino la maravilla que debía de ser para los hablantes de yídish comprar el periódico y encontrarse un nuevo episodio de la monumental Sombras sobre el Hudson. Ya estoy frente a la tele, me dispongo a seguir una noche más la oscura historia de un publicista de los años sesenta, Don Draper, al que se le adivina siempre la sombra de un pasado que desea borrar. Como ahora las series se las puede administrar uno mismo, hay que contenerse y no dejarse llevar por la serie-dependencia. Recuerdo una noche en la que cayeron cinco capítulos de Los Soprano. Me levanté resacosa: fue tal el grado de identificación con los protagonistas que llegué a sentir que en vez de en Madrid había despertado en una casa hortera de Nueva Jersey, con la cabeza modorra como si me hubiera bebido las mismas copas que Tony, la boca pastosa por haberme comido los raviolis de Carmela y un cansancio de ánimo tras haber sentido la excitación de la violencia. En este mundo cada vez menos ingenuo ante las obras de ficción tal vez son las series las destinadas a devolvernos a esa antigua inocencia, que nos lleva a analizar con otros aficionados las peripecias de personajes cuya rutina conocemos mejor que la de nuestros vecinos. Eso sí, no siempre te sientes atrapada por uno de esos mundos. A mí el ingenio sarcástico del doctor House me cansa y la tan celebrada The Wire me agota (coincido con Marías), le sobra complicación visual y la jerga de la droga me aburre tanto en la realidad como en la ficción. Series de esas que te obligan a saber qué pasó antes, sí, que te llevan a imaginar qué es lo que pasará después: ¡Exacto! Lo que no me cuadra es cómo un hombre aficionado a los bonsáis no entiende las series. Al fin y al cabo, qué son los bonsáis sino árboles de ficción.

En la entrevista a Felipe González hubo frases de antología; no sé de qué tipo de antología, tal vez de la del absurdo
Cómo un hombre aficionado a los bonsáis no entiende las series. Qué son los bonsáis sino árboles de ficción

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