Columna

La expulsión de los bárbaros

En la espléndida exposición de la obra del muralista José Clemente Orozco que ofrece el Colegio de San Ildefonso en México figura una cita suya muy elocuente sobre la Revolución de 1910: habría sido una síntesis de "sainete, drama y barbarie". Lo que Orozco entiende por barbarie queda claro en la serie de dibujos donde refleja la violencia y la brutalidad desplegadas, equiparables a los Desastres de la guerra goyescos. Barbarie es destrucción del otro. Pero si la barbarie alcanza su más alta expresión en la guerra, sabemos que su contenido es más amplio.

Lo explica Tzvetan Todoro...

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En la espléndida exposición de la obra del muralista José Clemente Orozco que ofrece el Colegio de San Ildefonso en México figura una cita suya muy elocuente sobre la Revolución de 1910: habría sido una síntesis de "sainete, drama y barbarie". Lo que Orozco entiende por barbarie queda claro en la serie de dibujos donde refleja la violencia y la brutalidad desplegadas, equiparables a los Desastres de la guerra goyescos. Barbarie es destrucción del otro. Pero si la barbarie alcanza su más alta expresión en la guerra, sabemos que su contenido es más amplio.

Lo explica Tzvetan Todorov en su libro El miedo a los bárbaros, inspirado por la presente circunstancia histórica. Reconociendo que esa barbarie es una tendencia recurrente en el comportamiento humano, entendida desde las sociedades primitivas como forma de exclusión o exterminio de ese otro que es nuestro competidor, su asunción genera una trayectoria de bumerán.

La satanización del islam constituye una espléndida coartada para un racismo de buena conciencia

"El concepto de barbarie -explica Todorov, en línea con Levi-Strauss- es válido en toda época y en todo lugar para designar los actos y las actitudes de aquellos que en un grado más o menos elevado arrojan a otros fuera de la humanidad, o les juzgan radicalmente diferentes de sí mismos, o les infligen un trato vejatorio". Es bárbaro aquel que designa a otros como tales y obra en consecuencia.

La aceptación de la multiculturalidad, en el marco de los grandes movimientos migratorios de las últimas décadas, resulta así una exigencia compatible con la perspectiva de integración. Eso sí con dos limitaciones, ya que tal aceptación no debe dejar fuera la reflexión crítica, siempre referida a colectivos y nunca a individuos. La primera, que los usos de un colectivo entren en abierto conflicto con la normativa de los derechos humanos. La segunda, que un grupo imponga a sus miembros su propia autoridad, bloqueando así su acceso a la ciudadanía.

Un ejemplo bien elocuente procede de la aprobación en Reino Unido desde 2008 del establecimiento de tribunales islámicos para aquellos creyentes que los deseen. El resultado inmediato ha sido el fin de la igualdad en la distribución de las herencias, en detrimento de las mujeres, y la práctica impunidad para los actos de violencia de los maridos sobre sus cónyuges. Claro que, para el responsable musulmán, así se logra la supervivencia del matrimonio, prueba de que en esta materia conviene que el análisis preceda al oportunismo político. Sobre todo porque tales concesiones equívocas, como sucede con el burka, que en términos de obligación religiosa nada tiene que ver con el hiyab, están sirviendo de eficaz señuelo para el auge observable de la islamofobia. Asumir que el islam, y sobre todo el islamismo, plantea problemas específicos no debe llevar al juicio erróneo -y xenófobo en sus consecuencias- de que la población musulmana es esencialmente incompatible con la democracia. El hecho de que en el último año la visión positiva de los musulmanes entre nosotros haya bajado del 43% al 29% debe hacernos reflexionar.

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La satanización del islam está así constituyendo una espléndida coartada para un racismo de buena conciencia. El episodio de los minaretes en Suiza, con su amplia orla de aceptación, vino a probarlo. No hay muchas esperanzas de que cobre forma la utopía cosmopolita de Ulrich Beck, con "demócratas cristianos y musulmanes luchando juntos por la realidad política de Europa". Si los segundos presentan problemas, los primeros se separan cada día más del ideal integrador que imperó en la segunda mitad del siglo XX.

Los países europeos de punta, Alemania y Francia, precisaban una inmigración masiva para garantizar el crecimiento económico, y ello favorecía la aplicación del criterio humanista, acorde con la derrota de los fascismos. Le Pen rompió la regla y anunció el futuro.

Ahora los inmigrantes sobran. No solo se trata ya de limitar al máximo su llegada, sino de restringir sus derechos y, en lugares como la Italia de Bossi y Calderoli, hacerles literalmente la vida imposible. Es la cara de la política antiinmigrante hard que ahora es seguida en sus consecuencias restrictivas por el proyecto de ley Besson/Sarkozy en nombre de la "identidad de Francia": "A Francia se la ama o se la deja". Y no hablemos de la floreciente islamofobia como política de Geert Wilders, en Holanda. Alemania es aún soft, pero Merkel ha anunciado ya el fracaso del multiculturalismo. En España despunta, con el PP catalán, la búsqueda del voto xenófobo. En todos los casos, el fin es la exclusión del otro. La humanidad se desliza hacia la barbarie.

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