ARTE / Exposiciones

La vida que se esfuma

Hay, sin duda, muchas maneras de visitar la magnífica exposición que el Grand Palais dedica estos días a la obra de Claude Monet. El visitante puede proceder como si avanzara por un camino rural. Un camino que, entre bosques o siguiendo la línea costera, terminará llevándole a Giverny, el lugar donde el pintor creó su querido jardín y pasó sus últimos años pintando una y otra vez los famosos nenúfares. La naturaleza que atraviesa este camino es claramente francesa -como lo es el término impresionismo-. Es una naturaleza que te hace enamorarte de la Francia de hace cien años. Otra posibilidad e...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hay, sin duda, muchas maneras de visitar la magnífica exposición que el Grand Palais dedica estos días a la obra de Claude Monet. El visitante puede proceder como si avanzara por un camino rural. Un camino que, entre bosques o siguiendo la línea costera, terminará llevándole a Giverny, el lugar donde el pintor creó su querido jardín y pasó sus últimos años pintando una y otra vez los famosos nenúfares. La naturaleza que atraviesa este camino es claramente francesa -como lo es el término impresionismo-. Es una naturaleza que te hace enamorarte de la Francia de hace cien años. Otra posibilidad es que el visitante escoja un solo cuadro, pongamos Le Petit Ailly, Varengeville, plein soleil, 1897. Monet pintó varias veces este acantilado, con el barranco cubierto de vegetación que se precipita hacia el mar y la llamada Casa del Pescador. Era para él un tema inagotable. Siguiendo las pequeñas pinceladas, las "comas" de pintura al óleo, uno puede dejar que su vista se pierda en el cuadro. Entonces esas innumerables pinceladas se entretejen, pero no forman un paño, sino una cesta de luz que contiene todos los sonidos que uno pueda recordar del verano en la costa normanda, hasta que la cesta se transforma en la tarde estival de cada espectador. O también podemos aprovechar la oportunidad que nos brinda esta exposición de volver a situar en su contexto, 84 años después de su muerte, la figura de Monet. No se trata de enzarzarse en ninguna polémica académica, sino de intentar definir con mayor claridad adónde llegó su arte y cómo actúa en nosotros. Se suele considerar que Monet es el maestro, el patriarca, de los impresionistas, quienes se dejaron inspirar por los nuevos temas que descubrieron en la naturaleza, en la luz que no cesa de cambiar dependiendo del momento del día, del tiempo y de las estaciones. Su objetivo era representar su percepción de la transitoriedad del momento, con frecuencia de un momento feliz. La luz y el color pasaron a ocupar un lugar preeminente, por encima de la forma y de la narración; y el arte de los impresionistas se basaba en una atenta observación de unos efectos atmosféricos en transformación constante. La luz y el color celebraban y al mismo tiempo refutaban lo efímero. Y todo ello en un clima cultural en el que el positivismo y el pragmatismo tenían un peso enorme. Monet pinta la fachada de la catedral de Rouen treinta veces, y en cada lienzo capta una nueva transformación, las diferencias producidas por el cambio de la luz. Pinta los mismos dos almiares veinte veces. En unas ocasiones se queda satisfecho; en otras, frustrado. Sin embargo, sigue buscando algo más, decidido a ser cada vez más fiel, pero ¿a qué? ¿Al momento que pasa fugaz? Creo que Monet, como muchos otros artistas innovadores, no sabía en qué consistía exactamente su innovación. O, para ser exactos, no sabía cómo llamar a lo que había logrado. Solo alcanzaba a reconocerlo intuitivamente, para luego volver a dudar. Una obra clave para volver a situar a Monet es Camille Monet sur son lit de mort, 1879. Su primera mujer murió a los 32 años. En el cuadro vemos su cabeza envuelta en una toquilla y reclinada sobre las almohadas, la boca y los ojos ni cerrados ni abiertos, los hombros flácidos. Los colores son los colores de las sombras y de la luz desvaída de la nieve cayendo sobre una loma (las almohadas). Las punzantes pinceladas son diagonales. Vemos a Camille a través de una ventisca de pérdida. La mayor parte de los cuadros en los que se representa un lecho de muerte le hacen pensar a uno en los sepultureros. Pero no así este, que trata del acto de partir, de irse a otro lado. Y, sin embargo, es una de las grandes representaciones del duelo. Diez años antes de la temprana muerte de Camille, Monet había pintado una esquina de un campo nevado, y al fondo de la escena, posada en una valla, se ve una urraca. Y así tituló el cuadro, La pie. Nuestra mirada se dirige hacia el pajarillo blanco y negro porque es el centro de la composición y también porque sabemos que en cualquier momento levantará el vuelo. Está a punto de partir, de irse a otro lado. Un año después de la muerte de su esposa pintó una serie de lienzos sobre el deshielo en el Sena. Era un tema que ya había abordado antes. Le fascinaba la desintegración y, sobre todo, la dislocación del hielo, que antes había formado una masa fija, compacta y regular. Y ahora, rota e irregular, era arrastrada río abajo por la corriente. Esos rectángulos de hielo blanquecinos que se lleva la corriente me hacen pensar en lienzos sin pintar flotando en el agua. ¿Se le pasó a él la misma idea por la cabeza? Nunca lo sabremos. Todos sus cuadros remiten a algo que fluye. Pero ¿se trata, como suponía la doctrina impresionista, del fluir del tiempo? No lo creo.

Creo que Monet, como muchos otros artistas innovadores, no sabía en qué consistía exactamente su innovación

Mucho después de haber pintado a Camille en su lecho de muerte Monet le contaba a su amigo Clemenceau en una carta el dolor que sintió, el susto que se llevó, al darse cuenta de pronto, mientras la pintaba, de que estaba estudiando su pálida cara y observando las pequeñas variaciones de tono y color que había producido la muerte en ella como si se tratara de algo cotidiano, de algo que se observa normalmente. Y terminaba diciendo: "Igual que la mula que mueve la noria. Compadécete de mí, amigo mío". Se queja porque, cuando deja los pinceles, no sabe explicar qué estaba haciendo ni adónde le han llevado las pinceladas. Monet confesó una vez que no quería pintar las cosas, sino el aire que las rozaba. El aire envolvente. Hubo otro pintor europeo que se propuso un reto parecido: Vermeer. Sus métodos no podían ser más distintos, pero su sueño como pintores era, tal vez, el mismo: capturar en el lienzo aquello en lo que estaban inmersos sus temas, representar de alguna manera el aire transparente que envolvía o contenía los temas pintados. Vermeer fue contemporáneo del filósofo Spinoza; los dos nacieron y vivieron en Holanda y a los dos les interesó la óptica. Puede que se conocieran, pero no hay documento que lo atestigüe. Una de las teorías básicas de la filosofía de Spinoza es que la sustancia es indivisible, todo forma parte de la misma sustancia, cuya extensión es infinita. Una segunda teoría es que lo que él denomina sustancia pensante y la sustancia extensa son lo mismo. Con estas teorías en mente, aquí muy resumidas pero no por ello menos sugestivas, volvamos a Monet. El aire envolvente ofrece continuidad y una extensión infinita. Si consigue pintar el aire, Monet podrá también seguirlo, como se sigue un pensamiento, si no fuera porque el aire opera sin palabras, y, cuando se lo pinta, solo está visiblemente presente en los colores, las pinceladas, las capas, los palimpsestos, las sombras, las caricias, los rasguños. A medida que se acerca más y más a este aire, este lo lleva, junto con el tema original, a otro lado. El flujo ya no es temporal, es sustancial y extensivo. ¿Adónde los lleva el aire entonces? Hacia otras cosas que ha envuelto o envolverá, pero para las que no tenemos un nombre convenido. Llamándolas abstractas no haríamos más que reconocer nuestra ignorancia. Monet se refirió muchas veces a la "instantaneidad" que intentaba captar. Puesto que forma parte de una sustancia indivisible que es infinitamente extensiva, el aire transforma esa instantaneidad en eternidad. Las pinturas de la fachada de la catedral de Rouen dejan de ser registros de unos efectos fugaces y se transforman en respuestas a unas asociaciones con otras cosas que pertenecen a lo infinitamente extensivo. De este modo, la envoltura de aire que tocaba la catedral viene a quedar así impregnada tanto por una meticulosa percepción de la catedral, la del pintor, como por una confirmación de aquellas percepciones provenientes de lugares que no tienen dirección.

Los cuadros de los almiares responden a la energía del calor del verano, a los cuatro estómagos de una vaca cuando rumia el alimento, a ciertos reflejos en el agua, a las rocas del mar, al pan, a unos mechones de pelo, a los poros de una piel viva, a las colmenas, a los sesos... En este sentido, quiero sugerir a los visitantes de la exposición que no vean los cuadros allí colgados como documentos de lo local y lo efímero, sino como panorámicas de lo universal y lo eterno. El otro lado, que aparece como una obsesión en todos ellos, es extensivo más que temporal, metafórico más que nostálgico. Una de las flores favoritas de Monet era el lirio. No hay otra flor que pida con tanta energía ser pintada. Es algo que tiene que ver con la manera de abrirse de sus pétalos, ya perfectamente impresos. Los lirios se parecen a las profecías, sorprenden al tiempo que tranquilizan. Por eso, tal vez, le gustaban tanto.

Traducción de Pilar Vázquez. Monet. 1840-1926. Grand Palais. París. Hasta el 24 de enero de 2011. www.grandpalais.fr

Essais de figure en plein air (vers la droite), 1886, y Essais de figure en plein air (vers la gauche), 1886, de Monet, en el Grand Palais de París.Foto: Reuters / Charles Platiau

Archivado En