Columna

Fogones republicanos

Un libro de verano y de todo tiempo. Se titula El cocinero de Azaña (la parte por el todo) con el sugestivo anzuelo: Ocio y gastronomía en la República. Su autor, Isabelo Herreros, aparece a veces bajo siglas casi románticas de Izquierda Republicana. Es presidente de la Fundación Luis Bello, de la Asociación Manuel Azaña y miembro de la junta directiva del Ateneo de Madrid. Este apretado currículo parece embozar un personaje enteco, resentidillo y compañero de viaje de una época triste. No es así.

Nació este toledano casi 20 años después del comienzo de la Guerra Civil, co...

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Un libro de verano y de todo tiempo. Se titula El cocinero de Azaña (la parte por el todo) con el sugestivo anzuelo: Ocio y gastronomía en la República. Su autor, Isabelo Herreros, aparece a veces bajo siglas casi románticas de Izquierda Republicana. Es presidente de la Fundación Luis Bello, de la Asociación Manuel Azaña y miembro de la junta directiva del Ateneo de Madrid. Este apretado currículo parece embozar un personaje enteco, resentidillo y compañero de viaje de una época triste. No es así.

Nació este toledano casi 20 años después del comienzo de la Guerra Civil, con lo que casi es un nieto de ella, más que hijo; profesor universitario, conferenciante, articulista, practicante del periodismo satírico y hombre de cordial honestidad. Sus ideales los ha heredado y aceptado con unción y entusiasmo. Le conocí en la convulsa época de la Transición, en los juzgados de la clarividentemente llamaba plaza de la Astilla, al final de la Castellana. Me di cuenta de que mis varios abogados me pedían dinero "para untar" en nombre propio, sobornando a funcionarios en asuntos que no eran míos. Parecía importante que cierta diligencia fuera despachada con rapidez y me dirigí a la covacha correspondiente, abordando a un empleado. Poniéndole un billete en la mano, le insté para que acortara el trámite. Me lo devolvió, con palabras que nunca he olvidado. "No lo puedo aceptar, señor Suárez. Primero, porque no es mi norma, y después porque este es un empleo circunstancial; soy periodista y siento simpatía y respeto por usted".

Había tabernas, mesones, pero también restaurantes hermanados con los mejores de Europa
La política no se hacía, como ahora, por Internet y teléfonos móviles, sino en continuos banquetes

Era Isabelo Herreros, con quien hice amistad, fuera del ambiente. Hombre culto, comedido, cortés, ingenioso y gran trabajador. Ha escrito unos cuantos libros, pero hoy me refiero al que nos ocupa. Es una amena y pormenorizada crónica de la gastronomía y los usos sociales en la breve Segunda República. Cuando don Manuel Azaña -su dilecto personaje- se mostraba, si la ocasión lo requería, con chaqué y chistera, fiel a los cánones de una etiqueta no prescrita.

Escorado por su entusiasmo republicano, Isabelo Herreros describe con honesta fidelidad aquellos templos de la burguesía. España y especialmente Madrid eran un territorio desdichado, pobre, con una población lindando con la miseria junto a personajes que en poco cedían a los archiduques rusos. Había tabernas, tugurios, mesones, casas de comida, comedores de caridad, pero también se alzaban restaurantes hermanados con los mejores de Europa. Mucho historiador mostrenco transmite la moneda estilizada: la cruz era la indigencia, la explotación de las clases modestas, el cocidito madrileño repicando en la buhardilla, la jornada de 48 horas. Y nunca es así. Nacido mucho antes que este autor, he tomado alguna caña en las ocho o 10 cervecerías que orlaban la plaza de Santa Ana, con apelaciones germánicas, wagnerianas: El Oro del Rhin, cerca de los restaurantes Gambrinus, Edelweis, Heidelberg, porque Alemania conservaba un prestigio cultural. La mayor parte de los becarios de la Junta de Ampliación de Estudios, especialmente en Medicina, se especializaban en las facultades germanas.

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La política no se hacía, como ahora, por Internet y teléfonos móviles, sino en continuos banquetes, donde acababa conociéndose todo el mundo. La historia menuda de la República pasa por aquellos restaurantes, incluso los bares modernos, de coctelería americana. Herrero tiene el talento y la tenacidad de averiguar qué es lo que comían los políticos y sus correligionarios en aquellos multitudinarios ágapes del Café Nacional, o los reservados más restringidos de Lhardy o el Ritz, y parte del libro, la más novedosa, la dedica a las recetas y menús que ha inventariado. La cara auténtica, una de ellas, de un estamento que vivía frente a la opinión pública y con ella se mezclaba, lejos de la visión torva y sórdida de una sociedad humillada y pisoteada. Había más que hambre, miseria y lejanía. Pienso que ese fue uno de los ingredientes de la Guerra Civil, que no encontró forma civilizada de cambiar una consolidada injusticia que la de enfangarse en una dura lucha.

Por cuestiones genéticas me es imposible compartir el entusiasmo republicano de Isabelo Herreros, pero le debo este apasionante libro que me ha aclarado cosas que los historiadores de pacotilla han embarullado estúpidamente.

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