Tribuna:

Calle de los Misterios

Madrid, Madrid: cinco horas en autobús de ida, cinco de vuelta; un fin de semana para visitar a los amigos, la ciudad, todas las exposiciones y todos los conciertos que ignoraríamos al mudarnos, pensando que al domingo siguiente nos apetecería más. Botón de pause, sin embargo, y reward: hablaba de Madrid -Madrid-, y de cuando el dinero no alcanzaba para Atocha y nos conformábamos con Méndez Álvaro. La llegada, el problema: costaba transmutarse en uno con la escalera mecánica del metro, a la derecha por los de la prisa. ¿Más prisa que nosotras, cinco horas con parada en Guarromán,...

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Madrid, Madrid: cinco horas en autobús de ida, cinco de vuelta; un fin de semana para visitar a los amigos, la ciudad, todas las exposiciones y todos los conciertos que ignoraríamos al mudarnos, pensando que al domingo siguiente nos apetecería más. Botón de pause, sin embargo, y reward: hablaba de Madrid -Madrid-, y de cuando el dinero no alcanzaba para Atocha y nos conformábamos con Méndez Álvaro. La llegada, el problema: costaba transmutarse en uno con la escalera mecánica del metro, a la derecha por los de la prisa. ¿Más prisa que nosotras, cinco horas con parada en Guarromán, pendientes no sé cuántos museos y no sé cuántas librerías y no sé cuántos cafés? Una olvidaba mover la maleta: golpes en el hombro, intentos de récord olímpico por salto sobre equipaje; anda y vaya tela, bufaban los afectados. Otra caía a destiempo en el error y pretendía reubicarse, y pisaba puntas de zapatos, y se disculpaba, y el agredido resoplaba igual. Les justificábamos imaginando tremendos cometidos vitales en solo 10 minutos: olvidarían el sudor para negociar miles de puestos de trabajo, o detener un trágico accidente, y mientras nos reprochaban anda y vaya tela y bajaban o subían, nosotras cerrábamos mucho los ojos -orientales- y descubríamos bajo el abrigo la capa que los delatase como superhéroes.

Descubrí con horror que empadronarme aquí me ha inyectado el no querer parar

Entonces comprendíamos la prisa; en otros la contemplábamos sin más. ¿Eso se puede hacer? Igual que jubilados en los parques, agradecíamos los bancos de metal en el andén, y presenciábamos las luchas al filo del peligro y de las vías. Con la superficie se nos escapaba el crédito, y buscábamos a los amigos que nos esperaban o las puertas de sus casas; y mientras se chocaban con nosotras, nos adelantaban, en la misma acera el problema mismo de dejar paso a la prisa. Tan raro todo.

Esto viene porque yo trabajaba en una oficina a cuatro canciones de Ciudad Lineal. Y viene porque aunque el ser humano es curioso por naturaleza -lo he traducido al idioma de los correctos-, en seis meses de ir y venir no me sentí capaz de renunciar a la puntualidad y satisfacer mis ganas, o de ceder y regresar a casa a las seis y no a menos cuarto. Yo madrugaba, conectaba el iPod, para ahorrarme un minuto de pasos me situaba frente al vagón más cercano a la salida. A veces, por las noches, en una película norteamericana: mujeres capaces de los tacones y del maquillaje, de demorarse en una pastelería y mancharse los labios de nata por la calle, todo antes de fichar. Pero ellas se arreglaban más, y mientras las tiendas abrían yo cumplía ya algunas horas frente al ordenador. Las admiraba.

El pequeño vestíbulo de Ciudad Lineal, al menos el de mi salida, homenajeaba a Borges: los senderos se bifurcaban bien hacia García Noblejas, bien hacia la calle de los Misterios. No recuerdo más, que los habría. ¿Alcalá? A mi memoria le basta con el indicado por contrato, y el que llamaba mi atención. Calle de los Misterios, ¿qué escondería? ¿Qué coches aparcarían en ella? Durante casi seis meses, a diario -cinco por cuatro son veinte y veinte por seis, ciento veinte, en total de días, arriba o abajo-, el blanco sobre verde me tentó a descubrir qué ocultaba aquella calle. Sin embargo, como a los pasajeros impacientes de mis antiguos fines de semana, también a mí me esperaban labores capitales: guardar en la nevera común el tupper con el almuerzo, salvar el mundo hasta las cinco de la tarde.

Mi cometido en Ciudad Lineal finalizó, por recuperar el lenguaje de lo que no queda mal, y me alejé del quinto piso y del bar de la esquina, donde recompensaban la consumición con una tapa horrorosa. Hoy he recordado las bromas que me despertaban la prisa ajena en esos asomes iniciales a Madrid, la sensación de transformar la Gran Vía en Nueva York -lo asegura Guerra Garrido- con un vaso de café, una bolsa a cada mano y rostro de ajetreo -esto es de un grupo de Facebook. Y descubrí entre el horror y la vergüenza que empadronarme aquí me ha inyectado el no querer parar, y que resoplo cuando una pareja me impide adelantarles porque caminan de la mano, y recuerdo el despertador sonando aún de noche y la cuenta atrás para robar al trayecto una cabezada de más. Y he decidido averiguar, por fin, qué misterios en la calle de los ídem. He abierto el ordenador, me he conectado a Internet. La he buscado en Google Maps, que ha adivinado mis costumbres, ha ignorado mis deseos, y me ha mandado -sin pérdida- por Arturo Soria. La pantalla y el verano me han permitido conocer sus fachadas, a sus habitantes. He tardado apenas dos estribillos. Madrid, Madrid: treinta y pico minutos de metro, 10 antes desde casa, 15 ó 20 después hasta el trabajo, así cómo pretendes que nos detengamos.

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