Columna

Funcionarios: el falso debate

No es desprestigiándola como se puede mejorar la práctica de la Administración pública

Es un deporte compartido, leña al funcionario, bellacos y ruines donde los haya, vagos sempiternos, beneficiarios de un estatus privilegiado, siempre dispuestos a la huelga, demasiado numerosos... En fin, considerar y tratar de manera general esta cuestión es, de por sí, engañoso e injusto, pues no hay gremio, corporación, oficio, profesión o empleo, libre de estigmas semejantes. Se trata, entonces, de un análisis superficial, lleno de prejuicios, con conclusiones facilotas y demagógicas.

El funcionario nace para ser el elemento básico de una forma de organización sofisticada, con un pa...

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Es un deporte compartido, leña al funcionario, bellacos y ruines donde los haya, vagos sempiternos, beneficiarios de un estatus privilegiado, siempre dispuestos a la huelga, demasiado numerosos... En fin, considerar y tratar de manera general esta cuestión es, de por sí, engañoso e injusto, pues no hay gremio, corporación, oficio, profesión o empleo, libre de estigmas semejantes. Se trata, entonces, de un análisis superficial, lleno de prejuicios, con conclusiones facilotas y demagógicas.

El funcionario nace para ser el elemento básico de una forma de organización sofisticada, con un papel libre de cualquier imposición arbitraria. La cosa pública ha de ser gestionada por personas elegidas por su capacidad y méritos objetivos, por eso la aparición de la burocracia fue un gran avance en la independencia de la administración, puesto que la función pública ha de distinguirse de la función política. El empleo de funcionario no puede ser venal, es decir, no ha de estar expuesto a la venta, cosa frecuente en el Antiguo Régimen. Y ha de jerarquizarse, con un gobierno reglamentado y un sistema de promoción adecuadamente concebido, dejando atrás el viejo mundo feudal. Así lo vio Napoleón, como nos recuerda Balzac, aunque en las páginas de su obra Les employés ya señalaba muchos de los defectos que, con el tiempo, habrían de minar los sanos basamentos del funcionariado.

Claro que a día de hoy pueden comprobarse, aquí y allá, degeneraciones del servicio público, sea por corruptelas en la selección, o por rutinas en el ejercicio de la función, o debido, entre otras causas, al excesivo número de funcionarios, frecuentemente ligado a una estructuración poco eficiente del sector público. Por suerte, ahora sabemos que el Estado hipertrofiado es garantía de gastos innecesarios, pero también hemos comprobado que la soberanía del mercado -trufada de imperfecciones-, ayudada por gobiernos grandes, pero incompetentes, nos ha traído adonde estamos, con una crisis insoportable.

Habrá, y hay, por tanto, muchos defectos en la práctica de la Administración pública, pero no es desprestigiándola como se puede mejorar o impedir que se deteriore todavía más. Y una de las vías más seguras para la descapitalización de la función pública es juzgarla a toda por igual, no ofrecer salarios decentes y cerrar el debate con la monserga -cierta, pero parcial- de que el funcionario tiene el puesto asegurado. No es el refugio en un ingenuo y banal individualismo, recubierto de soflamas de libertad, la fórmula para contar con una sociedad moderna y eficaz. Una función pública capaz, profesional y responsable, es imprescindible, lejos de las caricaturas de Larra y sus oficinistas de ventanilla cerrada y vuelva usted mañana.

Flaco servicio ha prestado a la causa el Gobierno al cortar indiscriminadamente el gasto para aplacar la ansiedad de los mercados. No habiéndolo hecho dos años atrás, más reflexivamente y con menor impacto social, ahora incurre en la mera contabilidad del déficit, sin discriminación alguna, que en el caso de los funcionarios significa que se hace tabla rasa de la competencia y el esfuerzo individual; aún más, no se aborda el desequilibrio que en la dotación de puestos existe entre administraciones y dentro de cada una de ellas, consumándose así una injusticia y la renuncia a la mayor eficiencia de lo público.

El ciudadano debe exigir funcionarios fieles a los orígenes, que se ocupen del interés general y que garanticen la imparcialidad del Estado, que no puedan ser removidos de su trabajo por negarse al las componendas partidarias. Empleados públicos que estén motivados y se impliquen en el resultado de las prestaciones que realizan; que se formen de manera continuada en la aplicación de las nuevas tecnologías, desde estructuras ágiles, sin que, por ello, huyan de la responsabilidad ante la ley.

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Amplia es la agenda de reformas y actualizaciones de la función pública, entre las que no se debe excluir la de la adecuación del número a las necesidades. Pero todo ello está muy lejos de los simplistas y despectivos estereotipos con los que se caricaturiza una realidad de por sí compleja, de la que forman parte personas a las que les gusta su trabajo, se esfuerzan por hacerlo bien y, desde sus funciones, contribuyen a garantizar la democracia.

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