Columna

Repercusiones de un fallo

Por fin, tras cuatro largos años, hay sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut de Catalunya. Con independencia de la valoración que sobre dicha sentencia realicen los diversos actores políticos e institucionales, con independencia también de las opiniones que no consideran legítimo o competente al Tribunal Constitucional para dictar semejante resolución, el hecho indiscutible es que existe una sentencia que, en lo fundamental, declara constitucional al Estatut y deja claro el marco jurídico-político en el que puede producirse la reforma de otros Estatutos.

Las consecu...

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Por fin, tras cuatro largos años, hay sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut de Catalunya. Con independencia de la valoración que sobre dicha sentencia realicen los diversos actores políticos e institucionales, con independencia también de las opiniones que no consideran legítimo o competente al Tribunal Constitucional para dictar semejante resolución, el hecho indiscutible es que existe una sentencia que, en lo fundamental, declara constitucional al Estatut y deja claro el marco jurídico-político en el que puede producirse la reforma de otros Estatutos.

Las consecuencias para Galicia son evidentes: la sentencia del TC reabre inevitablemente el debate sobre nuestro autogobierno y despeja el camino para la reforma de nuestra ley fundamental. A partir de este momento, Feijóo no tiene coartada a mano para incumplir su promesa de reformar el Estatuto de Galicia en esta legislatura, y superar así el fracaso político producido en 2007, fiasco que ocasionó ya graves perjuicios a Galicia en temas tan relevantes como la financiación autonómica.

Feijóo ya no tiene a mano coartada para imcumplir su promesa de reformar el Estatuto de Galicia
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Hace tres años, Touriño, Quintana y Feijóo tenían como primera obligación defender los intereses de Galicia en el contexto del debate abierto en España sobre el reparto del poder territorial. Es evidente que no cumplieron con su deber, aunque es de justicia reconocer que no todos tuvieron la misma responsabilidad en aquel infausto acontecimiento y en su desdichado desenlace. En efecto, si nos atenemos a las propuestas que formularon en su día las fuerzas políticas gallegas sobre el techo competencial, acerca de la necesidad de superar el solapamiento y duplicidad de competencias así como los abusos intolerables de la legislación básica del Estado, sobre la igualdad jurídica de los dos idiomas, la financiación autonómica, el catálogo de derechos o de soluciones al déficit estructural acumulado (deuda histórica), es evidente que en todas esas decisivas cuestiones había una sólida base para el acuerdo, como demuestran las actas de la ponencia parlamentaria correspondiente.

También sobre la cuestión que suscitaba mayor controversia -el carácter nacional de Galicia- había una base objetiva para el entendimiento si hubiese existido voluntad política de alcanzarlo. La propuesta que hizo el entonces presidente de la Xunta, Emilio Pérez Touriño, y que el BNG asumió tras retirar la suya, definía a Galicia en los mismos términos que lo hace la Ley de Símbolos, que mereció el respaldo unánime del Parlamento de Galicia en 1984, incluido el voto del entonces diputado autonómico Mariano Rajoy. A Feijóo nunca le resultó fácil explicar por qué rechazó una propuesta -y con ella la posibilidad de reformar el Estatuto- que su partido votó como ley en 1984 y que jamás se planteó reformar, pese a disponer de mayorías absolutas durante cuatro legislaturas.

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A estas alturas, nadie duda de que lo que sucedió con el Estatuto de Galicia fue la consecuencia del clima político irrespirable que hace años envuelve a la política española. La radical confrontación desatada entre el PP y el PSOE se trasladó mecánicamente a la política gallega e hizo descarrilar el tren de la reforma estatutaria. En aquel lance quedó fehacientemente demostrado que Feijóo subordinaba de forma muy explícita los intereses de Galicia a la estrategia electoral del PP.

Pero la sentencia del TC ha cambiado radicalmente la situación. Le guste o no, Núñez Feijóo se enfrenta ahora a la siguiente disyuntiva: asumir la responsabilidad de proponer para Galicia un Estatuto de rango inferior al catalán, que ha sido declarado constitucional en lo esencial, o plantar cara a la dirección de su partido y demostrar que ejerce un verdadero liderazgo político y no simplemente un cargo administrativo. Suele decirse que un político de ocasión es aquél que cuando toma decisiones sólo piensa en las próximas elecciones, y un estadista, aquél que lo hace pensado en las próximas generaciones. Pronto sabremos a qué categoría pertenecen tanto Feijóo como los nuevos dirigentes del PSdeG y del BNG.

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