Columna

Solución final

La erupción del volcán Eyjafjalla arrojando a la atmósfera cientos de toneladas de dióxido de carbono, gas sulfhídrico, clorhídrico y metano, no sólo ha paralizado el tráfico aéreo y creado el caos en los aeropuertos; también ha echado por tierra, de la noche a la mañana, los tímidos esfuerzos realizados hasta ahora por los gobiernos de todo el mundo para controlar el cambio climático. Añadamos a todo ello el vaticinio apocalíptico de la NASA afirmando que dicha erupción no es más que el preludio de otra mucho más grave que se producirá en el vecino volcán Katla, y la proclama de Obama, advirt...

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La erupción del volcán Eyjafjalla arrojando a la atmósfera cientos de toneladas de dióxido de carbono, gas sulfhídrico, clorhídrico y metano, no sólo ha paralizado el tráfico aéreo y creado el caos en los aeropuertos; también ha echado por tierra, de la noche a la mañana, los tímidos esfuerzos realizados hasta ahora por los gobiernos de todo el mundo para controlar el cambio climático. Añadamos a todo ello el vaticinio apocalíptico de la NASA afirmando que dicha erupción no es más que el preludio de otra mucho más grave que se producirá en el vecino volcán Katla, y la proclama de Obama, advirtiéndonos de que porciones de plutonio del tamaño de una pelota de tenis puedan estar en manos de terroristas y traficantes sin escrúpulos, y comprenderemos que la probabilidad de que la Humanidad toda se encuentre al borde de un largo invierno nuclear, no es, en modo alguno, despreciable.

Lo sorprendente del caso es que mientras el desastre total se aproxima, aquí todo el mundo actúa como si no pasara nada; empezando por el propio Gobierno, que ya tarda en proponer un plan E de urgencia dirigido a la construcción masiva de refugios, antes de que quedemos todos sepultados bajo la lava, como en Pompeya, o seamos víctimas propicias de comandos suicidas radiactivos. Como estoy casi seguro de que no lo hace porque teme endeudarse todavía más, alguien debiera decirle que, tras una catástrofe tan definitiva, es altamente improbable que pueda quedar algún acreedor vivo para reclamarle los préstamos concedidos.

Y del resto de los españoles ¿qué quieren que les diga? Están tan empeñados en lograr su propio suicidio colectivo que ni siquiera la inminencia del cataclismo final parece disuadirles de ello. Políticos acusándose de antidemócratas por los pasillos, ex vicepresidentes denunciando camarillas en la policía, Garzón en los juzgados acusado de prevaricar tres veces, como San Pedro, el Tribunal Supremo convocando a los periodistas para explicar por qué aceptaron a trámite las querellas de Falange, Villarejo diciendo que algunos jueces fueron cómplices de las torturas infringidas por la Brigada Político Social, Aguirre rebelándose contra el IVA, Barberá, por libre, derribando edificios en El Cabanyal hasta que el Tribunal Constitucional ha dicho basta, y la mayoría de los partidos catalanes sugiriendo a éste que deje las cosas como están o se enfadarán mucho (sic). Mientras que, en medio de la confusión general, al cardenal Bertone no se le ocurre otra cosa que proclamar urbi et orbi que la pederastia es cosa de homosexuales, con la mala suerte para sus tesis de que, a solo 300 kilómetros de allí, en Teramo, un cura italiano era detenido fulminantemente por abusar de una niña.

Por eso, aunque reconozco que el fin del mundo puede resultar una medida un tanto drástica para regenerar la vida política, social y religiosa, con la profundidad necesaria, tampoco es que existan ya demasiadas alternativas viables. O sea, que, por esta vez puede que el Papa tenga razón: ha llegado la hora de pensar en objetivos más trascendentes y dedicar el poco tiempo que nos queda a la penitencia y a la oración. Que así sea.

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