Columna

Soluciones, hay

Observando el lamentable panorama proporcionado por esa creciente multitud de ciudadanos entrando y saliendo de los juzgados como si se tratara de su casa, podría llegarse a la razonable conclusión de que la corrupción en España no sólo está muy extendida, sino que resulta ya a estas alturas totalmente inevitable.

Sin embargo, esto sería cierto solo de manera parcial, porque si bien la progresión de la corrupción en suelo patrio es un hecho contrastado desde hace años, gracias a la organización Transparency International, que, ya en 2009, situaba a España en el puesto 32 en el IPC, Índi...

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Observando el lamentable panorama proporcionado por esa creciente multitud de ciudadanos entrando y saliendo de los juzgados como si se tratara de su casa, podría llegarse a la razonable conclusión de que la corrupción en España no sólo está muy extendida, sino que resulta ya a estas alturas totalmente inevitable.

Sin embargo, esto sería cierto solo de manera parcial, porque si bien la progresión de la corrupción en suelo patrio es un hecho contrastado desde hace años, gracias a la organización Transparency International, que, ya en 2009, situaba a España en el puesto 32 en el IPC, Índice de Percepción de la Corrupción (¡el nº 20, en 2000!), no ocurre lo mismo con la presunta inevitabilidad de aquélla. Es muy evidente que, a poco que existiera una decidida voluntad política por parte de los principales partidos, la corrupción ligada al manejo indecente del dinero público podría ser erradicada de manera tan contundente como definitiva.

Naturalmente, no hay que ser un lince para comprender que la férrea resistencia que éstos muestran ante un asunto de tamaño calado tiene que ver, sobre todo, con la pérdida del poder de decisión en aquellos aspectos relacionados directamente con el movimiento final del dinero público, lo que, paradójicamente, es la principal razón que aconsejaría una delimitación precisa del genuino campo de acción de la esfera política (establecimiento de prioridades presupuestarias y asignaciones del gasto a cada uno de los proyectos de inversión) del de su ejecución efectiva. En el caso de los planes generales de urbanismo, por ejemplo, una de las principales fuentes del trapicheo nacional, el asunto podría solucionarse creando sendas comisiones territoriales de expertos de reconocido prestigio en la materia (elegidos por acuerdo de, al menos, dos tercios de los parlamentos respectivos), cuya función fuera la de dictaminar, con carácter vinculante, la idoneidad y viabilidad técnica de aquellos, eliminando de paso cualquier margen a la discrecionalidad en las futuras concesiones de licencias. En el bien entendido que sus miembros deberían rendir cuentas al parlamento correspondiente y estar sujetos a fiscalización y control de los diversos tribunales de cuentas; los cuales, a su vez, deberían ser totalmente independientes y actuar en tiempo real (no como ahora).

Otro tanto ocurriría con las licencias y contrataciones de servicios y obra pública evitando que fuera la Administración afectada la que tomara la decisión final sobre las empresas adjudicatarias. Y, en cualquier caso, siempre debiera exigirse que los procedimientos, ofertas y criterios empleados por las respectivas comisiones fueran públicos y accesibles a los ciudadanos a través de la correspondiente página web. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de Noruega con la Base Nacional de Datos para la Contratación Pública (DOFFIN), gestionada por la Agencia de Gestión Pública y Administración Electrónica, o de otros sistemas de control similares establecidos por Nueva Zelanda, Dinamarca, Singapur o Suecia. Con resultados más que evidentes puesto que copan los primeros puestos del IPC.

O sea que soluciones, hay. Lo que no parece que haya es muchas ganas de solucionarlo.

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