Crítica:TEATRO

Frankenstein o la filiación frustrada

Entre Frankenstein y sus versiones cinematográficas hay un abismo. En su novela, Mary Shelley habla de las relaciones paternofiliales, de la soledad que depara la ruptura entre creador y criatura, de la forja de la identidad y de la conquista del conocimiento. No hay nada en ella de sobrenatural: resucitar un cadáver estaba a principios del siglo XIX dentro de lo que algunos científicos creían posible en un horizonte próximo. Al cine le interesaron el carácter monstruoso de la criatura, su potencial terrorífico, su ternura soterrada y poco más.

En su adaptación, Gustavo Tambascio...

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Entre Frankenstein y sus versiones cinematográficas hay un abismo. En su novela, Mary Shelley habla de las relaciones paternofiliales, de la soledad que depara la ruptura entre creador y criatura, de la forja de la identidad y de la conquista del conocimiento. No hay nada en ella de sobrenatural: resucitar un cadáver estaba a principios del siglo XIX dentro de lo que algunos científicos creían posible en un horizonte próximo. Al cine le interesaron el carácter monstruoso de la criatura, su potencial terrorífico, su ternura soterrada y poco más.

En su adaptación, Gustavo Tambascio ciñe la novela en tres horas y hace sitio también al debate académico abierto al poco de su publicación y mantenido hasta hoy: intelectuales, científicos, agitadores políticos y hasta la propia autora comentan las escenas principales, polemizan e interrumpen la acción a la brechtiana manera.

FRANKENSTEIN

Autora: Mary Shelley. Versión y dirección: Gustavo Tambascio. Luz: Felipe Ramos. Vestuario: Alejandro Andújar. Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda. Teatros del Canal. Hasta el 4 de abril.

Tambascio coloca el escenario en el centro de la sala verde de los Teatros del Canal y al público alrededor, a cuatro bandas, de modo que la visión resulta muy diferente según dónde nos sentemos. Desde la grada frontal, la aparición primera de la escuálida criatura gigantesca, desnuda, interpretada por Javier Botet a cuerpo limpio, es impresionante, pero las escenas de su huida por el bosque y de su alfabetización nos quedan lejos, semitapadas a veces por una instalación metálica que recrea el mástil de un barco. En la grada del fondo, sobre la chácena, nos salpican la lluvia y la nieve de la tempestad primera, pero nos perdemos el efecto de la aparición. Hay que escoger.

En este montaje tan bien ambientado no faltan episodios relevantes, aunque expuestos con desarrollo dramático escaso: sobran el del viaje a Londres, el guiño a la película La novia de Frankenstein y algún comentario a pie de página. Los actores trabajan desde dentro de sí más que desde su relación con el resto. Entre sus personajes, sobresale la frágil criatura desmadejada, desamparada y doliente de Javier Botet, que se pone en pie como un cervatillo recién parido. Quizá por tener que enfrentarse al mundo desde su astenia extrema auténtica, modelada por el síndrome de Marfan, Botet entiende al monstruo, le imprime hondura y una elocuencia calma.

Tambascio desdobla al protagonista: el monstruo pródigo a pesar suyo, mesiánico y cultivado que busca la venganza lo interpreta José Luis Alcedo con acertada vehemencia. Raúl Peña es un doctor Frankenstein ansioso, exaltado permanentemente, de un solo registro, que masca las palabras: mejor las dijera y basta.

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En el reparto destacan un Emilio Gavira bien temperado, la exactitud de los desdoblamientos de Mario Sánchez y la flexibilidad de Natalia Hernández.

Un momento de la representación de la obra Frankenstein.

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