Columna

La cara de la desesperación

Antes de contar un chiste, los anglosajones dicen siempre "interrúmpeme si ya te sabes éste". Nosotros no hacemos tal cosa: empezamos a largar y nos tronchamos de la risa al acabar. Al ver la cara de nuestro interlocutor, la carcajada se congela y nos damos cuenta de nuestro error: "Ya te lo sabías, ¿verdad?". En ese sentido, somos muy educaditos y dejamos que el otro nos aburra con un chiste más viejo que andar a pie. Al final la situación es incómoda pero hemos asistido a la única en la que un español habla sin que el otro le interrumpa. En Galicia el chiste es secundario porque nuestro sist...

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Antes de contar un chiste, los anglosajones dicen siempre "interrúmpeme si ya te sabes éste". Nosotros no hacemos tal cosa: empezamos a largar y nos tronchamos de la risa al acabar. Al ver la cara de nuestro interlocutor, la carcajada se congela y nos damos cuenta de nuestro error: "Ya te lo sabías, ¿verdad?". En ese sentido, somos muy educaditos y dejamos que el otro nos aburra con un chiste más viejo que andar a pie. Al final la situación es incómoda pero hemos asistido a la única en la que un español habla sin que el otro le interrumpa. En Galicia el chiste es secundario porque nuestro sistema operativo es el humor. Humor negro, sarcasmo o ironía -todo junto o por separado- que llamamos retranca. Decía Boris Vian que el humor es la cara civilizada de la desesperación y así nos aplicamos el cuento los gallegos para salvarnos de los chistes de Arévalo o Los Morancos. Demos pues por increíblemente práctico este sistema operativo que civiliza nuestra desesperación natural y nos libra del esfuerzo de mantear al graciosillo de turno.

¿Para qué molestarse en dar explicaciones a alguien que tiene la desgracia de no ser gallego?

Puede que el incidente diplomático que provocó Rosa Díez con lo de llamar gallego, en el sentido más peyorativo, a Zapatero le cueste a la buena señora los votos que acumuló gracias a su intervencionismo demagógico a favor del castellano en las últimas elecciones autonómicas. Probablemente, además, conlleve un reflejo en las urnas (¡qué expresión tan poética!) mucho más virulento que el que provocan todos los casos de corrupción que pueda almacenar un partido político. Y es que, a día de hoy, las urnas deben de estar un poco sucias y muy necesitadas de un repaso con Mister Proper porque no reflejan nada. Si Díez hubiera empezado diciendo que la interrumpieran a tiempo, se hubiera librado de la avalancha de tomates podridos que le ha caído encima. Parece impropio de un parlamentario herir susceptibilidades nacionales tan a la ligera pero es más grave su falta de puntería. Zapatero -lo sabe hasta él- es el eterno optimista, una condición muy poco común entre los gallegos. Poner en relación los dos términos (Zapatero y gallego) es, en consecuencia, una contradicción en los términos, un oxímoron. Si las urnas castigan (¡qué manera de humanizar un objeto!) a Díez, que con su pan se lo coma, que a menda lerenda le chupa un pie en tiempo de verano, como dice una amiga mía.

Lo cachaverosódico es que, aparte de los tomates podridos del respetable, Díez ha recibido una lluvia de invitaciones de muchas instituciones, corporaciones y otras oficialidades para que conozca Galicia de cerca, como si eso pudiera cambiar su capacidad innata para la metedura de pata (¡pareado!). Y lo chungo es que alguna de esas propuestas incluye la invitación a alojarse en la casa de cualquier gallego, que somos muy hospitalarios. No sé a ustedes, ocupados lectores, pero a mí me da no sé qué que Rosa Díez se instale en mi casa sólo para comprobar que la tal Galicia peyorativa no existe. Igual hasta es contraproducente: ya se sabe que la convivencia siempre tiene sus roces y podemos acabar a guantazos por un quién se comió el último yogur de la nevera. Que las instituciones ofrezcan habitación gratuita a los foráneos debería haber provocado la enérgica protesta del gremio de hostelería. La ocupación de plazas hoteleras en este Año Santo bajaría alarmantemente y estaríamos ejerciendo una competencia desleal muy poco ética en estos tiempos de crisis. A lo mejor el forastero que nos toca en suerte es una persona estupenda y no se come el último yogur de la nevera, pero aguantar en casa a representantes de partidos políticos minoritarios aspirantes a bisagra parlamentaria debe de ser horroroso.

Todo este jaleo de lo gallego en el sentido peyorativo tiene un antídoto que a mi abuelo le funcionaba muy bien. Lejos de Galicia, un buen día una señora le preguntó: "¿Y usted de dónde es?". Y él contestó: "Yo, señora, soy de Compostela, aunque me esté en mal el decirlo". "¡Por Dios: no se preocupe!", contestó la señora, "¡si eso no está tan mal!". Mi abuelo presumía y la señora no lo entendió: ¿para qué molestarse en dar explicaciones a alguien que tiene la desgracia de no ser gallego?

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