Columna

Una mirada

No son claros, ni oscuros del todo. Son perfectamente redondos, como las puntas de dos clavos, y están abiertos sin tensión, sin la estridencia que arruga los párpados de quienes lloran o gritan su dolor. Sin embargo, estos dos ojos que brillan con luz turbia, la polvorienta luz de la desolación de muchos días iguales, etapas de una desgracia tan larga y sostenida que ha acabado por agotar hasta el consuelo del llanto, saben hablar. Cuentan una historia fea y triste, pero no esperan adhesiones, aplausos, ni siquiera piedad. Son dos ojos humanos, simplemente. Nos miran, porque ésa es su función...

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No son claros, ni oscuros del todo. Son perfectamente redondos, como las puntas de dos clavos, y están abiertos sin tensión, sin la estridencia que arruga los párpados de quienes lloran o gritan su dolor. Sin embargo, estos dos ojos que brillan con luz turbia, la polvorienta luz de la desolación de muchos días iguales, etapas de una desgracia tan larga y sostenida que ha acabado por agotar hasta el consuelo del llanto, saben hablar. Cuentan una historia fea y triste, pero no esperan adhesiones, aplausos, ni siquiera piedad. Son dos ojos humanos, simplemente. Nos miran, porque ésa es su función, como la de nuestros ojos es mirarlos.

Los novelistas hacemos bellas descripciones con los ojos de nuestros personajes. Logramos que brillen, que se apaguen, que sean traviesos, que seduzcan, que traicionen, que expresen dolor, placer, alegría o tristeza, y cumpliendo el pacto que implica la literatura, los lectores acatan nuestra voluntad y ven lo que queremos que vean. Por eso me impresionan estos ojos que miro por primera vez pero he descrito ya muchas veces, los ojos de un hombre solo, un único hombre en cuya mirada cabe toda la injusticia, toda la amargura, el sufrimiento, la soledad que en este mismo momento está aplastando a tantos seres humanos en cualquier lugar del mundo. Ése es el poder, la potencia de unos ojos que reflejan tal desesperanza que ni siquiera aspiran a inspirarnos comprensión. Y otras personas han sufrido más, pero él sabe mirarnos también por todos ellos.

Se llama Ricardo Cazorla Collado, pero los periódicos le llamaron el violador de Tafira. Su ADN demostró que no había violado a las víctimas que creyeron reconocerle, pero el juez no lo consideró una prueba absolutoria. Era inocente y fue a la cárcel. Ha salido de allí para mirarnos, para decirnos que puede llamarse como cualquiera de nosotros.

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