Columna

Enhorabuena

Observamos estupefactos cómo nos cambian la fisonomía de nuestras ciudades, cómo deciden que el antiguo pavimento ya no nos sirve, cómo excavan la ciudad para meter más coches en su vientre, cómo eligen bancos de hormigón que no invitan a sentarse, cómo los antiguos puestos de flores se convierten en cajas de diseño o cómo transforman un puesto de libros en un cubículo de cristal donde el librero queda convertido en un primate al que dan ganas de echarle cacahuetes.

Nos crecen rascacielos mostrencos difícilmente integrables en la vida ciudadana o adornos fálicos tremendos, como ese que ...

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Observamos estupefactos cómo nos cambian la fisonomía de nuestras ciudades, cómo deciden que el antiguo pavimento ya no nos sirve, cómo excavan la ciudad para meter más coches en su vientre, cómo eligen bancos de hormigón que no invitan a sentarse, cómo los antiguos puestos de flores se convierten en cajas de diseño o cómo transforman un puesto de libros en un cubículo de cristal donde el librero queda convertido en un primate al que dan ganas de echarle cacahuetes.

Nos crecen rascacielos mostrencos difícilmente integrables en la vida ciudadana o adornos fálicos tremendos, como ese que adorna desde hace unos días la ya irreparable plaza de Castilla de Madrid. La ciudad cambia contra nuestros deseos y a lo más que llegamos es a bufar entre los escombros o a escribir una columnilla. Rumiamos un desacuerdo conformista.

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Por eso, cuando observamos cómo los habitantes de un barrio como El Cabanyal de Valencia, lejos de sumirse en la melancolía inactiva, decidieron hace tiempo defender un entramado único de arquitectura popular y plantarse ante un Ayuntamiento que lleva años amenazando con echar abajo 1.651 viviendas para construir una gran vía de acceso al mar, volvemos a creer en que la movilización ciudadana puede y debe frenar la burricie especulativa. El lunes, los vecinos del Cabanyal recibieron un gran regalo de Reyes: el Ministerio de Cultura considera expolio del patrimonio artístico la intervención del Ayuntamiento y paralizará el derribo de un barrio en el que se oyen ecos de finales del XIX, de cuando fuera pueblo de pescadores. Arquitectura sencilla, retratada por Sorolla y descrita por Blasco Ibáñez. Ahí seguirán, para disfrute de todos, los alegres y modestos azulejos de las fachadas. Espero que el Ayuntamiento se comporte y proceda a la necesaria rehabilitación; no todo va a ser pagar la minuta de arquitectos estrella.

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