Reportaje:ESCAPADAS

Tan frescos bajo el Mont Blanc

Sibarita y delicado, el valle de Aosta funde paisaje alpino con castillos. El secreto mejor guardado al norte de Italia

Es un pasillo de lujo. Estrecho, sí, pero sus muros están alicatados por grandes colosos europeos, cuatromiles como el Mont Blanc (que aquí llaman Monte Bianco), el Cervino, el Monte Rosa, el Gran Paradiso... El techo de Europa, la testa encanecida que nunca pierde sus nieves: 753 kilómetros de pistas y un enjambre de estaciones, sólo en este valle, para un público tan fiel como discreto. Desde una carretera de montaña, entre el suelo y el cielo, aquello se ve como un hormiguero futurista, con cintas alborotadas de asfalto que vuelan, se enredan como un mecano, burlan pueblos, tr...

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Es un pasillo de lujo. Estrecho, sí, pero sus muros están alicatados por grandes colosos europeos, cuatromiles como el Mont Blanc (que aquí llaman Monte Bianco), el Cervino, el Monte Rosa, el Gran Paradiso... El techo de Europa, la testa encanecida que nunca pierde sus nieves: 753 kilómetros de pistas y un enjambre de estaciones, sólo en este valle, para un público tan fiel como discreto. Desde una carretera de montaña, entre el suelo y el cielo, aquello se ve como un hormiguero futurista, con cintas alborotadas de asfalto que vuelan, se enredan como un mecano, burlan pueblos, traspasan collados o se sumen en túneles misteriosos. Remontes y teleféricos clavados por doquier parecen herramientas de un vudú contra el desmadre telúrico.

Pero el Mont Blanc-Monte Bianco es una furia domeñada. Con un guía y unos meniscos engrasados puede uno ver amanecer casi a ras de los 4.810 metros de palmito que luce el mocetón más espigado de Europa. No es tan terrible ni complicado. Un teleférico que va por tramos facilita esquiar dentro y fuera de pistas, en invierno, o arañar glaciares, con buen tiempo. Hasta el Papa actual subió hace poco a la terraza de la Punta Helbronner a tomarse un caldo calentito y echar unas bendiciones.

Esta geografía superlativa en la entraña más pudiente de Europa hace temer que el valle de Aosta sea una feria de vanidades. Eso no ocurre. Al contrario, si algo caracteriza al enclave es la discreción, a diferencia de otros escaparates mundanos muy próximos. Este corredor oblongo tiene como espina dorsal un río hermano del Duero: el Dora, bautizado como el nuestro por los celtas (dur, río). Ese valle principal revienta sus costuras en 13 vaguadas laterales que forman, con el Dora, una raspa perfecta y manejable.

Dialectos para dar y tomar

Porque ésta es la región más chica de las 20 autonomías que integran el mosaico italiano. Tal vez la más singular, por no decir arisca; su idioma oficial es tanto el francés como el italiano (hay que tener en cuenta que hasta la Reunificación de Garibaldi perteneció a los Saboya), y, para rematar la cosa, conserva ¡82 dialectos!, es decir, tiene más lenguas que municipios (que sólo son 74): tocan a un dialecto por cada 1.000 habitantes.

Sin embargo, el valle de Aosta no es un trabalenguas. Al contrario, resulta muy fácil de leer y descifrar, conforme uno remonta el Dora a lomos de la autopista que se ciñe (qué remedio) al curso encajonado del río. A un lado y otro asoman pueblos recogidos como rebaños minúsculos, bancales con retículas de viña, torres de iglesias románicas con el mismo aire de familia; y sobre todo, castillos. Llaman de inmediato la atención. Bien contados, son 137, es decir, en este caso tocan a dos por cada pueblo. Claro está que algunos andan sueltos por la montaña, los más antiguos, que eran guarniciones o torres vigía en época medieval.

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Como en otras partes, los antiguos bastiones guerreros se fueron refinando al entrar tiempos más apacibles; a partir del siglo XIV eran más bien residencias de clanes y familias nobles. La media docena larga de castillos que se pueden visitar ilustran bien esa deserción. El castillo de Fenis, uno de los más pintorescos, es todavía por fuera una fortaleza gótica; por dentro, sin embargo, posee la delicadeza de una caja de música, gracias sobre todo a las pinturas murales que enlucen sus paredes. Frescos de una maestría que agota los adjetivos. Otro castillo imprescindible, el de Issogne, marca la etapa final del aburguesamiento de los viejos cuarteles; por fuera, nadie pagaría un centavo por entrar, pero una vez dentro, ah, resulta unos de los secretos mejor guardados de Italia, que ya es decir. Es un milagro (y un golpe de fortuna) que se haya conservado el repertorio de frescos que retratan al detalle oficios y costumbres de una sociedad que entraba a saltos en la era gozosa del humanismo.

Tradición artesana

Perderse por los pueblos valdostanos es una delicia. Todos tienen algo, un castillo, un templo románico, y muchos conservan callejones o pasadizos que huelen a heno, lavaderos públicos, secaderos y rascards (especie de hórreos)... A los pies del castillo de Fenis se acaba de abrir un museo que recoge la tradición artesana del valle, en forja y madera sobre todo (MAVE).

Un aire de pueblo grandón conserva la capital, hermana de nuestra Zaragoza-Caesaraugusta; Aosta se llamaba Augusta Praetoria y fue creada bajo el mismo emperador Augusto en el año 25 antes de Cristo. El tópico mote de Roma de los Alpes resulta algo excesivo. Pero su exiguo tamaño, en plena campiña, hace que resalten más sus murallas romanas, sus dos puentes, la calzada o Vía de las Galias, bien visible, que a partir de aquí se bifurcaba hacia los pasos del Pequeño y Gran San Bernardo.

Que Aosta fue urbe floreciente lo atestiguan el triunfal Arco de Augusto, la Puerta Pretoria, el teatro romano, del que (a diferencia de la mayoría) se ha conservado bien la tapia trasera, el inmenso criptopórtico que sostenía los porches y las columnas del foro. Junto a una basílica paleocristiana del siglo V (ahora en el subsuelo) se alzó en época medieval la abadía de Sant Orso, en cuyos altillos, rozando la techumbre, las bóvedas góticas perdonaron gran parte de los frescos románicos que cubrían hasta el mínimo resquicio; se pueden contemplar, no a gatas, pero casi. En el espléndido claustro pueden verse los únicos capiteles historiados que hay en Italia, junto con los de Monreale (Sicilia).

Que Aosta sigue siendo una ciudad confortable y sibarita salta a la vista en la calle Mayor, peatonal; sus tiendas gourmets, a un lado y otro, parecen mostradores de Harrod's. La buena vida tiene a pocos kilómetros de allí otro de sus anaqueles. Son las termas de Pré-Saint-Didier. A mediados del siglo XIX se construyó un balneario para encauzar manantiales de agua hirviente y salutífera que ya usaban los romanos. Ahora han restaurado el complejo, y sus inmensas instalaciones exploran hasta cuarenta delicias termales. Lo más chocante, sin duda, es sumergirse en piscinas calientes al aire libre, teniendo la nieve en derredor, y la vista del Montblanc al frente; vivencia sólo equiparable a los baños nocturnos, rodeados por decenas de antorchas y candelas, bajo el latido oscuro y profundo de la noche alpina.

En la capilla del castillo de Fenis, una de las visitas imprescindibles en el valle de Aosta (Italia), destacan los extraordinarios frescos góticos.GONZALO AZUMENDI

Guía

Cómo ir

» Los aeropuertos más cercanos son los de Turín (a 132 kilómetros) y Milán (a 204); luego se puede tomar la autopista de peaje A5, dirección Aosta, o bien el tren, que recorre todo el valle.

Dormir

» Hotel Europe (0039 01 65 23 63 63). Via Ribitel, 8. Aosta. La doble, desde 90 euros. » La Meridiana (0039 01 65 90 36 26; www.albergomeridiana.it). Loc. Château Feuillet, 17. En Saint Pierre. Desde 80 euros.

Comer

» Bajo el rótulo Saveurs du Val d'Aoste se agrupa una serie de productos locales (quesos fontina o toma, jamón, lard -tocino- y embutidos, vino...) y algunos restaurantes, tiendas y casas rurales sujetos a un control de calidad. Entre ellos: Vecchia Aosta (0039 01 65 36 11 86; Via Porte Pretoriane, 4; www.vecchiaosta.it) y Al Maniero (0039 01 25 92 92 19; frente al castillo de Issogne; www.ristorantealmaniero.it).

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