Editorial:

Efervescencia iraní

El régimen se ve deslegitimado por la amplitud y persistencia de las protestas populares

Los acontecimientos en Irán apuntan hacia una progresiva deslegitimación interna del régimen teocrático. La amorfa oposición que se echó masivamente a la calle para denunciar las fraudulentas elecciones presidenciales de junio, no sólo no ha desaparecido, sino que, como ha quedado de manifiesto tras la muerte del ayatolá Alí Montazerí, hace notar su presencia cada vez con más ímpetu y determinación. Si entonces se rechazaba el pucherazo y se coreaba el nombre del reformista Musaví, medio año después se clama abiertamente por el final de un sistema que, contra sus dogmas fundacionales, ha optad...

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Los acontecimientos en Irán apuntan hacia una progresiva deslegitimación interna del régimen teocrático. La amorfa oposición que se echó masivamente a la calle para denunciar las fraudulentas elecciones presidenciales de junio, no sólo no ha desaparecido, sino que, como ha quedado de manifiesto tras la muerte del ayatolá Alí Montazerí, hace notar su presencia cada vez con más ímpetu y determinación. Si entonces se rechazaba el pucherazo y se coreaba el nombre del reformista Musaví, medio año después se clama abiertamente por el final de un sistema que, contra sus dogmas fundacionales, ha optado decididamente por la represión para mantenerse. Y que, como sucede en cualquier dictadura, considera las protestas populares como subversión alentada por enemigos externos del régimen.

Las recientes manifestaciones de Qom e Isfahán tras la muerte de Montazerí, referente espiritual de la oposición, han acentuado el cuarteamiento del establishment religioso iraní, pilar del andamiaje erigido por Jomeini hace 30 años. Una sociedad urbana compleja y sometida soporta cada vez menos los desmanes del poder y su brutalidad, ejercida fundamentalmente a través de los Guardianes de la Revolución y su apéndice de la milicia religiosa. Se multiplican los procesos amañados, los encarcelamientos y la supresión de periódicos y de sitios web, convertidos en muchos casos en la única voz de acontecimientos sin testigos informativos independientes. Para el jefe supremo Alí Jamenei y su protegido el presidente Ahmadineyad no hay nada más urgente que acabar con unas protestas que reflejan cada vez más acusadamente su propia impotencia.

Así cuestionado, el régimen recurre obsesivamente a la bravuconada nuclear para intentar galvanizar a los suyos. Pero incluso este supremo argumento corre el riesgo de convertirse en bumerán a medida que los iraníes comienzan a asociar su programa atómico -en el punto de mira cada vez más crítico de las potencias occidentales, a medida que vencen todos los plazos- con los designios del grupo en el poder que ha hecho de la cuestión su tótem político.

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Aventurar el desenlace de la marejada interna iraní resulta prematuro. Pero no lo es constatar que su persistencia alumbra una nueva realidad en el país de los ayatolás, donde el reloj de la sociedad civil comienza a moverse mucho más deprisa que el de sus jurásicos gobernantes.

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