Columna

Suspiros de España

Fue una mañana de reencuentros y buen rollo, como ahora se dice. Santiago tenía ese raro aspecto tropical del sol encendiendo las micas y ni rastro del agua inclemente que le dio vida y carácter: había cursos en los que empezaba a llover en septiembre y no paraba hasta mayo, y fue en uno de esos cuando una señora muy enloquecida entró gritando en la farmacia de mi madre y le comunicó la profecía de Fátima: ¡no escampará! Era muy creíble. Pero no fue así aquel domingo de otoño en el que recuperé algo de mi ciudad de piedra llena de gente deseante. Mucha gente y mucho deseo: que el gallego vuelv...

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Fue una mañana de reencuentros y buen rollo, como ahora se dice. Santiago tenía ese raro aspecto tropical del sol encendiendo las micas y ni rastro del agua inclemente que le dio vida y carácter: había cursos en los que empezaba a llover en septiembre y no paraba hasta mayo, y fue en uno de esos cuando una señora muy enloquecida entró gritando en la farmacia de mi madre y le comunicó la profecía de Fátima: ¡no escampará! Era muy creíble. Pero no fue así aquel domingo de otoño en el que recuperé algo de mi ciudad de piedra llena de gente deseante. Mucha gente y mucho deseo: que el gallego vuelva a su ser, nada menos.

Volvía yo a Madrid lleno de mi falsa conciencia de manifestante que por unas horas llegó a creer que todo el monte era orégano y el gallego volvía a ocupar las calles centrales de Santiago, cuando, a la altura de Vilafranca do Bierzo, y para incrementar esas erróneas percepciones de turista insurgente, unas chicas del lugar se dirigieron a mí en gallego y me pusieron en esa exótica lengua la comida sobre la mesa de la fonda. Con un mohín un poco de falsete una de ellas se disculpó y se dispuso a pasar al castellano. Le pedí que no lo hiciera. El mundo hablaba gallego y yo, como un tontarra, manifestándome sin necesidad alguna. Es cierto que aquellas chicas tenían la prepotencia aldeana de cuando el mundo era una aldea nada global, y estaban militando ahora en alguna clase de provocación que consistía en hablar gallego a los huéspedes, cosa que los huéspedes no extrañaban, al contrario. Me fui al coche y ya no paré hasta Madrid: cama y madrugón, como es de rigor en la ciudad-cucaña, no sin antes oír una proclama de una emisora de televisión en la que decían, textualmente: el masón Francisco Caamaño ha participado esta misma tarde en una manifestación junto a independentistas gallegos en la que ha reclamado la supresión del castellano en el sistema educativo de Galicia. Como lo leen. Pero eso sólo fue el comienzo de una pesadilla muy madrileña.

En pocos kilómetros pasé de sensible manifestante a monstruo de la barbarie nacional-lingüística

Cuando yo creía que esas cosas claramente falsas de la extrema derecha iban a ser proscritas por las almas buenas y correctas, pues no: un diario importante (muy conservador) abría con palabras no muy lejanas a las de la emisora (ultraconservadora) de la víspera. Pero eso era previsible, en cierto modo: la lengua en declive arrollaba en sus derechos a la lengua de dominio, y esa era la situación. El gallego se imponía a un perseguido español. Todo muy al uso de los que han hecho de la mentira no sólo un modo de vida, que ya es grave, sino un modo de pensar, cosa aún más grave porque determina todo nuestro universo cognitivo y nos conduce a la locura, como ocurre con más de una persona conocida que maneja esas raras ideas que ponen el mundo al revés y convierten al gallego en lengua perseguidora (¿de qué?, ¿de quién?). Bien, pero una vez superadas esas previsibles aportaciones intelectuales que convertían a Caamaño en un feroz fanático de los triángulos, los compases y las lenguas (perseguidoras) en declive, y cuando me voy a oír a "los míos" a otra emisora (un par de sociólogos con los que tengo algún o mucho trato, según cual de ellos), estos sensatos compañeros no paran mientes en avergonzar al ministro su proclividad al fanatismo lingüístico (¡y es catedrático de Derecho Constitucional!, exclama uno de ellos).

Qué duro es Madrid, no se lo pueden imaginar si no han vivido aquí cuarenta años, como yo mismo. No duro en otros sentidos vitales, en los que es una magnífica ciudad: duro en estos suspiros de España a través de sus gargantas más o menos profundas y más o menos infundadas. Mi gozo en un pozo. En unos cientos de kilómetros me había reconvertido de sensible manifestante a favor de la lengua de su tierra (a punto de perderse) en monstruo de la barbarie nacional-lingüística de las periferias más desordenadas. Me fueron creciendo los colmillos, como a Romasanta, y de esta guisa y con el pelo tan desordenado como mi alma, me zampé a un par de castellano hablantes que paseaban a la vera del estanque del Retiro. Son cosas que pasan cuando nuestro salvaje fanatismo se confronta con la dulce ilustración de estas pacíficas gentes que sólo tienen buenos sentimientos y mejores razones. Y es que probablemente son superiores.

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