Columna

Las batallas del espíritu

Ante la obligada batalla de la lengua, que día a día es expulsada por el Gobierno autónomo de alguna parte, me preguntaba yo si las batallas del espíritu son batallas con alguna rentabilidad para gentes y países, y si no sería mejor dejar a los matarifes a solas con la lengua gallega para que la rematen de una vez. Tendríamos un problema menos, aunque renunciar a la lengua no nos hará más respetables en Madrid, al contrario, en Madrid se cotiza al alza la impostura catalana, que está cobrando sus réditos de dignidad de manera obvia, porque la dignidad cotiza fuerte. Es cierto que los insultan ...

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Ante la obligada batalla de la lengua, que día a día es expulsada por el Gobierno autónomo de alguna parte, me preguntaba yo si las batallas del espíritu son batallas con alguna rentabilidad para gentes y países, y si no sería mejor dejar a los matarifes a solas con la lengua gallega para que la rematen de una vez. Tendríamos un problema menos, aunque renunciar a la lengua no nos hará más respetables en Madrid, al contrario, en Madrid se cotiza al alza la impostura catalana, que está cobrando sus réditos de dignidad de manera obvia, porque la dignidad cotiza fuerte. Es cierto que los insultan mucho, pero eso viene de antiguo, y lo sabemos bien los que hemos visto al Barça en alguna visita a Madrid. Esos insultos son la cara externa de los buenos negocios que todos hacen con los industriosos y dignos catalanes, víctimas del amor/odio hacia lo que se admira vivamente.

Renunciar a la lengua no nos hará más respetables en Madrid, donde cotiza al alza la impostura catalana

Nosotros somos buenos proveedores de materias primas culinarias, gentes que (ellos lo saben y lo notan) poco a poco o mucho a mucho van dejando de hablar su lengua, lo cual sólo les provoca un cierto desprecio hacia nosotros, que a veces es perceptible. Nos insultan poco, desde luego mucho menos que a los catalanes, pero quizá sólo es porque no nos merecemos esa dignidad del insulto.

Pensaba yo en esto y trataba de encajarlo en la dura constatación de que una parte sustancial de la clase media gallega considera que el idioma gallego es cosa antigua y rural, y que para ser modernos y urbanos hay que hablar castellano. De hecho, sin embargo, y a la hora de comportarse en los negocios, no lo piensan así en Madrid, una vez descartados aquellos intelectuales que son, de hecho también, aunque no quieran reconocerlo así, enemigos directos de las lenguas "no comunes", entre las que está la nuestra. En Madrid se cotiza al alza esa dignidad de la conservación de lo propio, y esa dignidad del amor a uno mismo da una imagen de firmeza que vende muy bien, más allá de cualquier otra consideración de índole espiritual. Firmeza, tenacidad, capacidad para ser uno mismo y no avergonzarse de ello: dignidad a manos llenas, la que tuvieron nuestros clásicos y que ahora toca revitalizar. Tenemos, es cierto, una fuerte oleada de mal gusto arrollándolo todo y generalizándose, ya se trate de los medios de comunicación o de la política o de cualquier otra actividad, y ese mal gusto penetra en las conciencias, en los gestos, en las palabras. Y ese mal gusto no es una buena compañía para un trabajo pragmático y espiritual al tiempo: la recuperación plena de nuestra lengua. Creo que la dignidad es una cosa demasiado sofisticada para ser entendida por gentes educadas en cierta barbarie, ahora triunfante, sobre todo en la televisión. Pero creo que es posible ganar esa batalla al mal gusto, revalorizar nuestra lengua y convertirla en la primera lengua de nuestro pueblo.

Hemos tenido una eficiente educación hacia el autodesprecio, y esto ha sido así hasta tal punto que hemos sido capaces de generar xenofobia hacia nosotros mismos, extranjeros en nuestra propia tierra y ante nuestra propia mirada. Me lo decía un amigo que no habla muy frecuentemente el gallego: "Es que me miro en el espejo hablando en gallego y me parezco otro, un personaje literario, irreal". Mi amigo creció en gallego y se fue a A Coruña a los dieciséis años. Hoy tiene 47 y hace intentos desmesurados por dirigirse al camarero que le sirve el desayuno en gallego. No es capaz. Cuando lo hace se pone colorado y siente una horrible ansiedad. No lo vuelve a repetir en un mes. "Créeme si te digo que me pongo enfermo cada vez que salgo de casa dispuesto a intentarlo". "En mi oficina les pasa a todos lo mismo", concluye mi lejano amigo (lejano alumno, en realidad).

Es como si el hermoso gallego que me consta que habla estuviera referido a un solo escenario: su aldea, que no llega a pueblo o villa. Y entonces me convenzo de que esta batalla del espíritu es plural: la batalla de los espíritus, porque en esa referencia semántica de los escenarios (aldea/ciudad) se constata la interferencia de un espíritu malo (entendámonos: el espíritu malo es la traducción literaria de una interferencia verbal causada por la hipercontextualización del habla), de un kamarupa, que dicen los espiritistas. Y así, como batalla de los espíritus y en tiempos de arrolladora nadería, nuestra lengua nos habla desde otro nivel, otra ambición, otra necesidad. Mi amigo arrancará a hablar el día menos pensado. Estamos en ello.

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