Columna

Cantamañanitas

Iban apareciendo pinceladas rosas, malvas, granates, sobre el azul del cielo que enmarcaba la plaza de las Comendadoras. Un azul purísima, podríamos decir, dado que nos hallábamos al pie del convento que en el XVIII reformó el arquitecto Francisco de Sabatini para las monjas de la orden de las Comendadoras de Santiago, en origen hijas, hermanas, parientes de los Caballeros de Santiago, chicas bien que procedían de familias militares y que prometían castidad, caridad, humildad y una tendencia incontestable al sacrificio, la penitencia y la oración. Nosotras no. Nosotras estábamos sentadas en la...

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Iban apareciendo pinceladas rosas, malvas, granates, sobre el azul del cielo que enmarcaba la plaza de las Comendadoras. Un azul purísima, podríamos decir, dado que nos hallábamos al pie del convento que en el XVIII reformó el arquitecto Francisco de Sabatini para las monjas de la orden de las Comendadoras de Santiago, en origen hijas, hermanas, parientes de los Caballeros de Santiago, chicas bien que procedían de familias militares y que prometían castidad, caridad, humildad y una tendencia incontestable al sacrificio, la penitencia y la oración. Nosotras no. Nosotras estábamos sentadas en la terraza del café homónimo y admirábamos el cielo velazqueño (pues sí) con un gozo más bien pagano, tomando unas cervezas y dando unas caladas. Musa, la perrina, andaba liándola por ahí, con su melena de westy alegre y esos ojos vivaces (pues también) de ser más lista que el hambre y más bien locatis, digna hija de su madre Ajo, la Micropoetisa, que andaba liándose los cigarrillos esos que además llevan tabaco.

Madrid podrá no ser ciudad olímpica, pero tiene plazas donde se reúnen los amigos

Monjas no somos, ya digo, aunque nuestros sacrificios hacemos, como todo dios, nuestra penitencia tenemos, mal que nos pese, y hasta rezamos alguna que otra oración en la que, cómo no, aparecen ángeles aunque, sin embargo, no figuran vírgenes. De ello bien pudiera dar fe el ginecólogo Pedro Lacalle, si el secreto no se lo impidiera y, sin duda, la caballerosidad (que no ha de ser necesariamente de Santiago). También estaba en la terraza de Comendadoras, sentado con nosotras. Veníamos de Galena, su consulta en la calle de Hilarión Eslava, donde ser mujer no es pecado ni castigo divino y sobre cuya mesa relucía, recién llegado, el tocho sobre flujo vaginal que ha constituido el texto de la tesis del doctor, una visión de la anatomía femenina que, por fin, mira más abajo del cuello del útero. Gracias, hombre, de tripas y de corazón. En el portal nos habíamos encontrado con su hija María y con Fernando del Moral, que se iba a ver a su padre y que era casi hermano de Leopoldo Alas, que era a lo que iba yo. Parece un galimatías pero no.

Porque hoy, 4 de septiembre, es una vez más, el cumpleaños de Leopoldo Alas, aunque él ya no esté aquí para celebrarlo. Así que lo celebramos nosotros el otro día en la plaza de la Comendadoras, aprovechando que estábamos sentados a los pies del balcón del poeta José Infante, aprovechando asimismo que el también poeta y traductor Víctor Crémer había vuelto de Australia y aprovechando además que era el cumpleaños del dramaturgo Carlos Borsani y que dos días antes había sido el de Ramón Sanz el del GAD, como nos contó por teléfono Tizi Cifredo el del GAD (que no son las siglas, aunque pudieran ser, del Generalized Anxiety Disorder, sino el nombre de la compañía teatral de esta Santísima Trinidad). A lo que iba: sin proponérnoslo, habíamos confluido muchos de los amigos de Leopoldo bajo el cielo protector de la ciudad que le vio crecer, vivir, casi nacer. Llamamos a Pepe Infante para que bajara, pero estaba en Málaga. Llamamos a Javier Esteban para que se acercara pero, cual personaje de una letra pop de los ochenta, estaba en la cola del supermercado. Llamó, sin embargo, Amelia Alas, prima de sangre. Y vinieron una caniche, una labradora de cinco meses, tres niños negros de padres blancos y una cantautora que cantaba una canción de Silvio Rodríguez que nos sabíamos de antaño, como las que nosotros mismos entonamos (es un decir), después, de Pablo Abraira, madrileño que fue en España, también en los ochenta, el Jesucristo Superstar que ya no alcanzaba a ser el de las Comendadoras, mucho menos popular. Luego llegaron un guitarrista y un saxofonista y, en fin, nos sentíamos tan musicales y el cielo madrileño estaba tan lleno de color que decidimos llamar a Carlos para felicitarle ese cumpleaños cantándole, a coro y con varias voces, Las Mañanitas. Cual auténticos mariachis. O mariliendres, que diría Leopoldo. Lo ensayamos tanto que Víctor acabó por bautizarnos como Los Cantamañanitas: el propio Víctor Crémer, Ajo Micropetisa, Pedro Ginecólogo y la que suscribe. Si alguna vez cae en su oreja una grabación de móvil de Las Mañanitas (a capella y personalizada, vive dios), es nuestra: Producciones Rey David. A Borsani el del GAD se la cantamos en argentino y se la enviamos por mensaje multimedia. Menuda coincidencia que Gad, el profeta sin libro, fuera consejero del Rey David.

Viene todo esto a colación de que Madrid podrá no ser ciudad olímpica sino retorno irreversible de final del verano; podrá tener el peor servicio sanitario público de toda España; podrá ser una impracticable gincana de zanjas y vallas amarillas. Etcétera. Pero también a colación de que en Madrid hay plazas donde, sin planearlo, se reúnen los amigos de los que ya no están a celebrar su cumpleaños. Plazas con perros sueltos y niños negros y cantautoras anacrónicas. Deliciosas plazas que se ponen rosas al atardecer. Y eso que yo venía de pisar una mierda: suerte (gad, en hebreo).

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