Reportaje:IDA Y VUELTA

Cine de cerca

Me gusta ir al cine y encontrar en una película el tiempo de ahora y mi mundo más cercano, reconocer en ella la vida que tengo delante de los ojos y escuchar el idioma que hablo. También me gusta, desde luego, descubrir películas antiguas o regresar a las que he visto muchas veces a lo largo de la vida, y casi más aún ver otras que vienen de lugares inesperados, habladas en lenguas que me son completamente ajenas, y sin embargo próximas a través de la extrañeza, con el talento para mostrar la máxima singularidad y a la vez permitir el inmediato reconocimiento. Vi Déjame entrar y el efec...

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Me gusta ir al cine y encontrar en una película el tiempo de ahora y mi mundo más cercano, reconocer en ella la vida que tengo delante de los ojos y escuchar el idioma que hablo. También me gusta, desde luego, descubrir películas antiguas o regresar a las que he visto muchas veces a lo largo de la vida, y casi más aún ver otras que vienen de lugares inesperados, habladas en lenguas que me son completamente ajenas, y sin embargo próximas a través de la extrañeza, con el talento para mostrar la máxima singularidad y a la vez permitir el inmediato reconocimiento. Vi Déjame entrar y el efecto poético de la historia era inseparable de esas noches escandinavas que empiezan muy pronto y no parece que vayan a acabar nunca, de esa negrura tan exótica para nosotros en la que aparecen y desaparecen remolinos de nieve como presencias fantasmas y en la que la luz encendida en una ventana detrás de una fila de árboles desnudos es la luz primitiva brillando en los bosques de los cuentos. Al cine le pido, como a las novelas, que me traslade a mundos que no he visto y a tiempos en los que no he vivido. Pero también es lícito pedirle, igual que le pedimos de vez en cuando a una novela, que proyecte su lente sobre lo que tenemos más cerca, de modo que los podamos ver con más profundidad y reconozcamos los lugares mismos que habitamos y caras que se parezcan a las nuestras. Y también me gusta que gracias a las películas mi país y mi presente puedan ser conocidos en otros países, y queden preservados para el porvenir, de modo que al cabo del tiempo podamos ver una película y digamos: "Así éramos, así nos vestíamos, así eran las calles y el habla de la gente"; o puedan verla quienes nazcan después de este presente nuestro y se asomen a él con la misma fascinación por lo no vivido con la que nos asomamos nosotros a una película de los años treinta o cuarenta.

Me gusta que gracias a las películas mi país y mi presente puedan ser conocidos en otros países

Por eso quiero que haya películas españolas. No por el fetichismo nacionalista del que hablaba en estas páginas Borja Hermoso hace unas semanas, ni por un empeño racial que él comparaba a la defensa de la tortilla de patata frente a la hamburguesa o cosas semejantes. Quiero que haya películas españolas no porque esté dispuesto a preferirlas a las americanas o a las francesas o a las chinas sino porque me parece necesario, poéticamente y hasta políticamente, que la capacidad de mirada y de fábula del cine se vuelque sobre el ámbito de la experiencia en el que transcurre mi vida, y porque si cualquier obra de arte universal puede interpelar a cualquiera en cualquier parte hay zonas muy específicas de la inteligencia y el sentimiento que sólo se despiertan del todo con lo más cercano. Me he conmovido con muchas películas que tratan de niños desvalidos y fantasiosos, pero cuando veo Marcelino pan y vino, de Ladislao Vajda, la universalidad del relato me toca mucho más porque ese país pobre en blanco y negro es el de mi infancia y el de la juventud de mis padres, y porque esos niños de pantalones cortos remendados y flequillos rectos son los que jugaban en la calle cuando yo era pequeño.

Nuestra capacidad de empatía no es ilimitada. Sentimos con más fuerza lo que nos toca más cerca. Yo nunca olvidaré una tarde en Madrid, saliendo del cine Amaya, muy joven, después de ver El espíritu de la colmena; o el clamor que se levantaba de las butacas no mucho después cuando se proyectaba La prima Angélica o Furtivos: en el cine estaba el tiempo que vivíamos, la duración pesada del franquismo y la rabia por tanto abuso y el deseo inaplazable de libertad, el estremecimiento de estar ya viviéndola, aun antes de que la hubiéramos logrado. Algo semejante ocurrió después, cuando estallaron los colores hirientes, la desvergüenza de canción pop y de bolero de Pedro Almodóvar, o cuando Fernando Fernán-Gómez hizo El viaje a ninguna parte, o Ricardo Franco La buena estrella, o Cesc Gay En la ciudad, por poner los primeros ejemplos que se me vienen a la cabeza. Algunas de esas películas he vuelto a verlas en pequeñas salas de Nueva York, en medio de un público favorable y atento, pero ajeno a las claves más íntimas, las que están en el tono de las voces o en el sonido de ciertas palabras, en una cierta luz o en la visión fugaz de una calle: lejos de su país y de su público primero, las películas cobran otra vida, nos revelan algo que no habríamos percibido en ellas si no mediara la distancia de nuestra extranjería. Nos dicen cómo somos: nos recuerdan que a pesar de nuestro voluntarioso cosmopolitismo entre nosotros y los personajes de la pantalla hay un parentesco secreto que no comparten quienes nos rodean, aunque estén riéndose, aunque se emocionen.

Ninguna de estas películas habría existido sin el dinero público. Tampoco, probablemente, Déjame entrar, ni Gomorra, ni la película más hermosa y más triste que yo he visto en años, Hace mucho que te quiero, de Philippe Claudel. España es un país de modas, y una de las modas que tocan ahora es la de poner en ridículo al cine español por su baja calidad y por la huida de sus espectadores y fingir escándalo ante las subvenciones que recibe. Efectivamente, hay muchas películas muy malas. También hay muchas novelas muy malas. La diferencia es que a mí, cuando cuento una historia, me cuesta igual situarla en un cuarto cerrado que en la imaginación de alguien que se toma un café o en los momentos cruciales de la batalla del Ebro o de la batalla de Leningrado. Escribir novelas es bastante barato, y bastante cómodo, si me paro a pensarlo (por eso es un oficio adecuado para gente camastrona y solitaria). Hacer películas es carísimo. Tienen que hacerse muchas para que salgan unas cuantas muy buenas: tiene que haber mucha gente que haga muy bien su trabajo, porque el cine es un oficio coral en el que se congregan formas muy diversas de talento. Un arte cuya sola existencia implica un gasto enorme difícilmente será rentable: tampoco lo es la ópera, ni la música clásica, ni el Museo del Prado, y nadie pone en cuestión las subvenciones que reciben.

Claro que el dinero del cine ha de ser bien administrado: el remedio contra el mal gobierno o el despilfarro de los bienes públicos no es la privatización o el desguace, sino una austera eficiencia. A mí me gustaría que en las películas españolas hubiera menos estereotipos, menos egocentrismo de directores artistas y más atención cordial a la realidad de las vidas comunes, pero la torpeza española para contar lo real no sólo está en el cine: también en las novelas, y en los mismos periódicos, en los que cada vez es más raro encontrar relatos y voces que no sean los de la política o el adoctrinamiento sectario. Quiero que haya películas españolas para poder mirarme en el espejo del cine.

Pablito Calvo, en una imagen de Marcelino pan y vino (1955), de Ladislao Wajda

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