Columna

Sorolla

Bajo los colores azules, violetas y amarillos de Sorolla cuyo resplandor hiere los ojos se esconde una vida muy aperreada. Por eso quien posea de este pintor sólo la idea de la dicha mediterránea se equivoca. Salvo algunos niños desnudos y soleados que chapotean en el agua, sus personajes de la Malvarrosa son gente de duro pelaje sometida al infierno del mar. Los bueyes rubios con un pescador sentado en el testuz tiran de las barcas con una tensión extrema; a la sombra de las velas color mostaza se mueven entre blasfemias unos marineros absolutamente explotados y sus mujeres vestidas de blanco...

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Bajo los colores azules, violetas y amarillos de Sorolla cuyo resplandor hiere los ojos se esconde una vida muy aperreada. Por eso quien posea de este pintor sólo la idea de la dicha mediterránea se equivoca. Salvo algunos niños desnudos y soleados que chapotean en el agua, sus personajes de la Malvarrosa son gente de duro pelaje sometida al infierno del mar. Los bueyes rubios con un pescador sentado en el testuz tiran de las barcas con una tensión extrema; a la sombra de las velas color mostaza se mueven entre blasfemias unos marineros absolutamente explotados y sus mujeres vestidas de blanco refulgente irán a pie cargadas con cestas de pescado desde el Cabanyal hasta el mercado de Valencia maldiciendo su suerte. Existe un Sorolla social más directo todavía. En su exposición en el museo del Prado se exhibe uno de los cuadros más patéticos de la pintura española contemporánea: una joven de rostro abatido a la que llevan presa en el tren dos guardias civiles por haber matado a su niño nacido de adulterio. Lejos del Sorolla triunfante de los retratos de prohombres de su tiempo, o del encargo de estampas turísticas españolas de la Spanish Society e incluso más allá de los niños con el sol mojado que resbala por su piel en la playa, amo de Sorolla lo que no se muestra en esta exposición: las tablillas y cajas de puros que el artista pintaba con una rapidez voluptuosa y clandestina. Clotilde, la mujer del pintor, tenía el trabajo de su marido bajo un estricto control; llevaba anotados al día todos sus encargos, ventas, entregas y cobros. Para obtener un dinero no contable con que satisfacer ciertos placeres secretos Sorolla pintaba alguna tablilla mientras Clotilde estaba en la cocina preparando el puchero de mediodía o el hervido para la cena. Tenía que ser rápido, imaginativo y dejarse llevar por la inspiración instantánea. Llenaba la tablilla con trazos magistrales y la entregaba a un amigo cómplice para que la sacara camuflada del estudio y la vendiera bajo mano. Con ese dinero el artista, tal vez, pagaba algunos favores femeninos. De ahí que esas pequeñas tablas clandestinas contengan toda la libertad, la dicha de vivir y la pasión por unos amores prohibidos que Sorolla soñaba. Por eso son tan limpias, tan puras.

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