Columna

La soledad del corredor de fondo

Hay algo en Pep Guardiola que lo hace irrepetible. Es la fidelidad. A una historia, a una familia, a un gesto. Fue siempre así y ha cambiado: se ha hecho una persona más honda y acaso más feliz. Y le acribillaron. Un día me dijo, en Barcelona, en torno a 1999, cuando le aplaudían mucho: "No te fíes. En cuanto empiece a fallar el equipo me tirarán piedras". En sentido figurado, se las tiraron, y también desde la directiva. En aquella época atroz en que Figo tomó el derrotero de Madrid, abriendo una herida que el tiempo convirtió tan sólo en una metáfora, el vestuario tenía a Guardiola como balu...

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Hay algo en Pep Guardiola que lo hace irrepetible. Es la fidelidad. A una historia, a una familia, a un gesto. Fue siempre así y ha cambiado: se ha hecho una persona más honda y acaso más feliz. Y le acribillaron. Un día me dijo, en Barcelona, en torno a 1999, cuando le aplaudían mucho: "No te fíes. En cuanto empiece a fallar el equipo me tirarán piedras". En sentido figurado, se las tiraron, y también desde la directiva. En aquella época atroz en que Figo tomó el derrotero de Madrid, abriendo una herida que el tiempo convirtió tan sólo en una metáfora, el vestuario tenía a Guardiola como baluarte de todo el equipo y también de su imagen. Era tanto su poder moral que la directiva, a la deriva en aquel verano de 2000, organizó contra él todo tipo de insinuaciones malignas. Aguantó. Otros futbolistas de su talante estuvieron tentados de seguir el camino de Figo. Y Guardiola guardó silencio. Y su lealtad.

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Un día oscuro de primavera de 2001 anunció que dejaba el Barça. Detrás quedó el principio de una leyenda interrumpida por la mezquindad de los que, en efecto, cruzaron sus brazos viéndole irse. Esa semana de su anuncio, la televisión siguió sus pasos en el campo y ahí se vio a Guardiola en estado puro. Lo que se vio en ese reportaje exhaustivo de su actuación era que Guardiola mandaba, discutía, corregía posiciones. Era el entrenador que jugaba. Estaba yéndose, su destino estaba ya escrito en la maldita nada que les espera a los futbolistas después de la gloria, o del fracaso, y seguía allí como si fuera todavía un recogepelotas signado por la mano de Cruyff para ser, quizá, su sucesor o nada. La peregrinación posterior de Guardiola no le convirtió nunca en un resentido; por su memoria habita un sentimiento de gratitud que no es común en los seres humanos acostumbrados a la competición, que parece conducir a los hombres al olvido de sus orígenes, a veces humildes.

Esa peregrinación la hizo en silencio. En efecto, aquéllos que le aplaudieron en el Camp Nou cuando era el noi victorioso de Santpedor ya tenían otros ídolos y él quedaba en la memoria como el 4 que una vez los hizo dichosos, pero ya había genios de repuesto. Esta ascensión de Guardiola a lo mejor de la historia del club, en este momento, devuelve a la memoria la pasión con la que ha vivido la sensibilidad de su silencio. Y su triunfo, pase lo que pase hoy, se lo ha ganado con la humildad que ahora pide para que sus futbolistas no olviden que algún día, también, serán despedidos como si no hubieran sido los genios a los que ahora aclaman los que están destinados a ser olvidadizos.

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