Columna

El macho tardío

Para descargar algo la plomiza semana transcurrida, pasemos a tema intrascendente como la coquetería masculina. Nada nuevo ya, en este Madrid donde han proliferado establecimientos de restauración física que, a partir de hoy lunes, recuperarán su actividad, aunque preciso sea convenir que también se encuentren afectados por la crisis económica.

Parece que no se pasaron de moda los hombres maduros, sobre todos los provistos de capital y que, si algo ha decaído, volverá con brío renovado el cuidado varonil por el aspecto exterior, en torno a lo que ha crecido una robusta industria.
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Para descargar algo la plomiza semana transcurrida, pasemos a tema intrascendente como la coquetería masculina. Nada nuevo ya, en este Madrid donde han proliferado establecimientos de restauración física que, a partir de hoy lunes, recuperarán su actividad, aunque preciso sea convenir que también se encuentren afectados por la crisis económica.

Parece que no se pasaron de moda los hombres maduros, sobre todos los provistos de capital y que, si algo ha decaído, volverá con brío renovado el cuidado varonil por el aspecto exterior, en torno a lo que ha crecido una robusta industria.

Quizás haya cambiado el objetivo y el individuo de tiempos pasados intentaba acicalarse para mantener la vigencia en el mundo amoroso. Y no solo hacia el género contrario, sino el homólogo. Recordemos la patética historia fílica del compositor que se enamoró, en la Venecia apestada, de un adolescente aristocrático.

El galán de otras edades pagaba para conservar el anonimato y persistir en su estatus social
Un viejo Don Juan se declaraba con estas palabras: "¿Me haría usted el honor de ser mi viuda?"

El galán arterioesclerótico de otras edades ocultaba sus aventuras, pagaba para conservar el anonimato y la respetabilidad que le permitían persistir en su estatus social. Para la plebe era el viejo verde, estigma que procuraba soslayar. Tan aburrido de la santa esposa quizás como ella lo estaba de él, entraba en el circuito de los amancebados, donde había varias categorías objetivas: la "entretenida", cuando la diferencia de clase resultaba evidente; la "querida", si alcanzaba cierta fijeza, consolidada, por ejemplo, en las esferas burguesas catalanas. Y en más rara y literaria ocasión, la amante, hermosa palabra que tenía resonancias de igualdad, aunque en la práctica fuese de otro talante: el bailarín y la duquesa, el banquero con la vedette, el cardenal con la esposa del político, el diplomático o el deportista con la viuda estéril...

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Se acabó el escalafón y en nuestros días nadie estaría dispuesto a confesar cosa parecida. El bienaventurado descaro de la promiscua juventud ha servido -como hurón en madriguera- para que el hombre viejo salga de la guarida hipócrita y exhiba con garbo y sin complejos su condición de cornudo, pero contento.

Una mujer, hoy, por muy liberada que esté o se sienta, si anda por la frontera de los cincuenta -sazón para la hembra- y no tenga bienes propios, puede convertirse en temible depredadora. Sabe de la vida, calzó chapines con tacón aguja, vistió conjuntos de Saint Laurent y tuvo un Cartier ciñéndole la muñeca. Probó el Dom Perignon y hasta el Cristal Röderer, frecuentaba París y más de las que pueda uno imaginarse conocieron la Polinesia, invitada por algún magnate de lo que fuera. Se han dado casos de viajes a Bora-Bora que parecían un tour de adúlteros, compartiendo esposa y amante el mismo paquete turístico. Son ejemplos exóticos.

Me confieso algo machista, por dos razones: siento compasión por los hombres y por un fracasado instinto de conservación, y solicito indulgencia. Hubo legión de facinerosas a la caza del macho moroso, el gallo de raídos espolones, carne de cirujano estético, y cuantos creen, con mayor o menor empeño, que la vida, lo que se llama plena vida, empieza a los 50, a los 60 y, cada vez con mayor frecuencia, a los 70 y más.

¿Tiene un hombre mayor algo que le permita competir con la insolente juventud? Quizás la edad y las cortas expectativas de supervivencia que le hacen apetecible.

Un viejo y poco exitoso Don Juan que conocí utilizaba un truco para rendir voluntades, despertar codicias y, por regla general, producir risa. Se declaraba con estas palabras: "¿Me haría usted el honor de ser mi viuda?". En el juego se veía implicada su presumible prosperidad y la inconfesable inclinación fáustica a pagar un alto precio, cualquier precio, porque los flojos riñones le devolvieran el dilapidado sabor de la juventud.

El carcamal resulta ridículo, puede que haya caído en la venial tentación del bisoñé, la ficción del cabello implantado o el lifting que le da un aspecto atónito al cuello y flacidez al belfo. Hay hasta prótesis fálicas sobre las que jadear y concitar el infarto. Pocos dudarían, ante la alternativa de terminar la vida encima de una almohada, haber prometido, minutos antes, la esmeralda de 31 quilates o, incluso, unas medias de lycra con encaje elástico y costura.

¡Pobre macho tardío! Su destino es como el del toro de lidia, cuya peor secuela es sobrevivir consigo mismo, extenuados el vigor, los dineros y el mínimo de salud soportable. Seamos magnánimos para desear caritativamente al caduco varón, al menos, un modesto quiquiriquí. Laus Deo, diorissimo!

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