Columna

Historietas pascuales

Días tenebrosos, aburridos; muchos madrileños se han quedado en casa, por causa de la crisis, aunque ello apenas ha cambiado la fisonomía de la ciudad, incluso podríamos apostar a que han venido más de los que se marcharon y hormiguean por las calles, en las pausas primaverales y caprichosas de un tiempo siempre inestable, parejo en lo económico con lo meteorológico. Hace tiempo que la acera de los impares de la calle de Alcalá no se adorna, en esos tristes días con el paseo, arriba y abajo, de las mujeres vestidas de negro hasta el cuello, rematada la cabellera por la peineta y la mantilla, e...

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Días tenebrosos, aburridos; muchos madrileños se han quedado en casa, por causa de la crisis, aunque ello apenas ha cambiado la fisonomía de la ciudad, incluso podríamos apostar a que han venido más de los que se marcharon y hormiguean por las calles, en las pausas primaverales y caprichosas de un tiempo siempre inestable, parejo en lo económico con lo meteorológico. Hace tiempo que la acera de los impares de la calle de Alcalá no se adorna, en esos tristes días con el paseo, arriba y abajo, de las mujeres vestidas de negro hasta el cuello, rematada la cabellera por la peineta y la mantilla, entrando y saliendo de los templos, para "hacer las estaciones".

Tiempo aquél de penitencia, oficio de tinieblas, parálisis urbana, hoy inconcebible. Se paraban hasta los relojes, los que había que dar cuerda todas las noches. En los cines, películas de romanos, en el teatro, piezas religiosas modernas, a las que sacaba jugo el prolífico Rambla. Alguna vez he recordado la anécdota, que me fue contada contemporáneamente. El ensayo del auto sacramental culminaba con la escena de la crucifixión, donde el artista, tapado por una amplia capa, controlaba el espacio entre dos relámpagos para sacar la brocha del bote de pintura colorada y, Longinos de la farándula, pintar un rastro de sangre en el costado del cómico en el suplicio. Entre la fingida oscuridad del Gólgota, algún fresco le pellizcó los flancos a la hija de Rambal -que figuraba como una santa mujer- y, sobre el ruido de la apoteosis se oyó su voz enérgica: "¡Como pille al apóstol que me ha tocado el culo le parto la cara!".

Aquel tiempo de penitencia, oficio de tinieblas y parálisis es hoy inconcebible

Los muy mayores recordarán la estampa entre bohemia y caballerosa de un gran escritor y periodista peruano, Felipe Sassone, a quien conocí en sus últimos tiempos. Iba casi siempre vestido de oscuro, con camisa blanca, chalina, sombrero chambergo de ala muy amplia y capa comprada en la calle de la Cruz. Usaba monóculo, es decir, pasó la vida disfrazado de Felipe Sassone. Aparte, era hombre bien humorado, partidario de la chanza, al estilo de Sorolla, Rusiñol y sus compinches del 98, que se cachondeaban del mundo e intentaban, sin éxito, vender en las ramblas barcelonesas duros a cuatro pesetas.

Bien, pues don Felipe, preferentemente en estas épocas representaba el papel de mendigo en un lugar, ciertamente insólito. Quienes conocieron el antiguo Hotel Palace, en la carrera de San Jerónimo -hoy tiene otro nombre- recordarían el pasillo acodado que llevaba a su célebre bar, durante muchos años casi el único mentidero fiable de la ciudad. Estamos en los años de la II Guerra Mundial y aquella lujosa posada hervía de gentes de todo pelaje: millonarios centroeuropeos -es decir, judíos- escapados de la persecución nazi, camino de América; diplomáticos, espías más conocidos que los toreros y hermosas damas galantes, las descendientes directas de "la Caoba" y "la Brillantes". Pues en ese pasillo se sentaba en el suelo el escritor Sassone, con el sombrero a su lado, en estática actitud petitoria. Los clientes que iban a tomarse un martini, tenían un leve sobresalto, al ver a aquella corpulenta figura por los suelos y unos la rodeaban cuidadosamente y alguno echaba mano al bolsillo y dejaba unas monedas en el negro güito flexible. Allí estaba hasta que se cansaba y tomaba asiento en el bar con sus amigos.

El otro enredo, también por estas épocas, tuvo como figura principal a un aristócrata español, cuya amistad y afecto disfruté hasta su prematura muerte hace pocos años. Simpático, culto, excelente tirador a las perdices y notable marino, recorría los mares en su barco, del que era capitán. Una tarde soleada, en el puerto de Saint Tropez, donde se encuentran los comercios más lujosos de la Costa, se instaló en la escalerilla de acceso, vestido con un pantalón de mahón, una camisa despechugada y descalzo, acompañado de un acordeón, que tocaba con tolerable maestría. Interpretaba tangos, boleros, rancheras y cualquier canción francesa en boga. Los turistas acortaban el paso, a veces se detenían y una pareja alemana de viajeros se entretuvo más tiempo, disfrutando con la música de aquel tipo desarrapado. Al cabo de poco, reanudaron el camino, dejando unas monedas en la funda del instrumento.

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Cuando se cansó, subió a bordo, se vistió para la cena y con su esposa y unos amigos entraron en el reputado restaurante, donde tenían mesa reservada. La sorpresa vino cuando los alemanes, que ocupaban un lugar próximo le reconocieron, y el hombre, súbitamente enfurecido se lanzó hacia mi amigo, le zarandeó, acusándole de falsario y de emplear las limosnas de la gente misericordiosa en dispendios fuera de su alcance. Costó trabajo informarle de que se trataba de un noble español, propietario del barco y músico aficionado.

No todo va a ser hablar de procesiones y lazos blancos.

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