Crítica:LLAMADA DE ESPERA

Luz de verano

Se le ve en las salas del museo, espectral frente a los cuadros de Rembrandt. Tiene un aspecto frágil, distinguido, y guarda aún, a pesar de la edad avanzada y el cuerpo enjuto, parte del antiguo porte y una luz rara en los ojos que debieron ser bellos, que siguen siendo capaces de mirar ávidos cada cosa que se aparece ante sus pupilas. Camina entre la gente, visita sin privilegios el Prado. Nadie le ha esperado a la puerta para acompañarle hasta las salas ni le ha facilitado la entrada un lunes, a museo cerrado. Sin embargo, al verle queda claro que se trata de un experto avezado, de un perso...

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Se le ve en las salas del museo, espectral frente a los cuadros de Rembrandt. Tiene un aspecto frágil, distinguido, y guarda aún, a pesar de la edad avanzada y el cuerpo enjuto, parte del antiguo porte y una luz rara en los ojos que debieron ser bellos, que siguen siendo capaces de mirar ávidos cada cosa que se aparece ante sus pupilas. Camina entre la gente, visita sin privilegios el Prado. Nadie le ha esperado a la puerta para acompañarle hasta las salas ni le ha facilitado la entrada un lunes, a museo cerrado. Sin embargo, al verle queda claro que se trata de un experto avezado, de un personaje que ha recorrido grandes museos y salas pequeñas en busca de eso que, quizás, encuentra en Rembrandt como en nadie: luz tibia y dorada.

No pide trato de favor: no lo precisa. En su ansiado encuentro con el maestro, en la cita antigua que reproduce la ilusión del primer día, el anciano sabe lo que anda buscando y le da igual la multitud. Está frente a Rembrandt: se abstrae. He aquí el privilegio de su retina experimentada. Comprende como pocos lo que el pintor supo mirar y que Proust describe certero: la riqueza de matices, los pequeños objetos del mundo que el artista presenta sin aspiraciones grandilocuentes y que, observados en la sucesión de cuadros, de oros, terminan por ser una luminosidad que recuerda a la luz del verano. Parece calentarnos mientras contemplamos los cuadros: se nos inunda la memoria de otros veranos largos en los cuales quedaba todo el tiempo por delante.

Miro al anciano solitario y se me llenan los pensamientos de emociones. Me pregunto si él también, esta mañana, ha sentido frío en la vida y ha decidido reconfortarse con los rayos dorados. Me pregunto si el pintor mismo, ya viejo, obsesionado por dibujar en sus sucesivos autorretratos el paso del tiempo, siempre envuelto en la luz estival, no buscaba consuelo en aquellos reflejos, como yo esta mañana.

Se detiene cerca del cuadro de Susana. Admira abstraído a la chiquilla que apela a las buenas intenciones de los espectadores -tampoco allí encontrará complicidades-. Entre tanto detalle y tanta riqueza de matices, se ha fijado en las chinelas a medio quitar: la más modesta de las cosas del mundo que el pintor ha colocado para los que quieran seguirle en su trayecto discreto. Así es Rembrandt. El anciano piensa, tal vez, que será su última visita al Prado: ver a Rembrandt aunque sea lo último que haga. En esa vulnerabilidad radica la fuerza infinita, pero no es decir mucho, ¿verdad?

En la calle un viento rápido corta las impresiones y se aparece la propia imagen en el futuro, pues todos somos el anciano que se pregunta cuánto queda. Sumergidos aún en la tibieza de las luces del Prado, llegamos hasta las salas de Telefónica. De las obras de Helena Almeida, la extraordinaria artista portuguesa, brota otra suerte de luz, destello que emerge desde el fondo de las fotografías. En la sala contigua, a buen recaudo de lo luminoso, los delicadísimos dibujitos que la artista usa como estudios preparatorios para la foto -qué poderoso malabarismo- traen al recuerdo la frase con la cual comenzara Proust su artículo sobre Rembrandt: "Los museos son casas que únicamente dan cobijo a pensamientos". Es el texto donde Proust recuerda el encuentro con John Ruskin en una exposición; el modo en que se emocionaba ante el esfuerzo del teórico inglés del arte de finales del XIX, ya muy anciano, para llegar hasta allí y ver Rembrandt. Y recuerda Proust la emoción que sentía al mirar los cuadros excepcionales, más prodigiosos al ser contemplados por el Ruskin anciano. Cuántos extraños ilustres deben pasar desapercibidos en las salas de exposiciones.

Rembrandt. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 6 de enero. Helena Almeida. Fundación Telefónica. Gran Vía, 28. Madrid. Hasta el 18 de enero

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