Tribuna:

Terapéutica literatura

Alguien dijo que en la enfermedad se conocen tierras extrañas. Pero vean: a mi derecha está Alfredo. Le acaban de cortar una pierna. Todo empezó en un dedo que adquirió el color de una berenjena. Más tarde, el pie se hinchó como los que exhiben los mendigos en la Gran Vía. Al cabo de una semana regresó, muy pálido, en silla de ruedas. A veces, aparece un cirujano cardiovascular, grande y ancho como un jugador de fútbol americano, que levanta la sábana y echa una ojeada a la cicatriz de la ingle. Alfredo musita un comentario que suena a disculpa, pero el cirujano, silencioso y verde, reg...

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Alguien dijo que en la enfermedad se conocen tierras extrañas. Pero vean: a mi derecha está Alfredo. Le acaban de cortar una pierna. Todo empezó en un dedo que adquirió el color de una berenjena. Más tarde, el pie se hinchó como los que exhiben los mendigos en la Gran Vía. Al cabo de una semana regresó, muy pálido, en silla de ruedas. A veces, aparece un cirujano cardiovascular, grande y ancho como un jugador de fútbol americano, que levanta la sábana y echa una ojeada a la cicatriz de la ingle. Alfredo musita un comentario que suena a disculpa, pero el cirujano, silencioso y verde, regresa por donde vino sin decir esta boca es mía. Aterra imaginar a ese tipo corriendo por un pasillo blanco con un serrucho en la mano. A mi izquierda está Esteban. No es un replicante, aunque sueñe con ovejas eléctricas. Fue pastor y hacía el mejor queso del valle del Baztán, hasta que la enfermedad lo doblegó. Desde hace once años, se somete a terapia de depuración renal cuatro horas, tres días a la semana. Ahora camina con muletas, pero debió de ser duro como un peñasco. A veces, cuenta cómo cruzaba la muga de Francia para pasar de contrabando prendas de lencería. Traten de imaginar unas medias de seda negra en unas manos acostumbradas a palpar úteros de vacas. Es un hombre que inspira ternura y habla con fuerte acento vascuence. Me pidió un ejemplar de mi último libro, y a los pocos días apareció con un queso de oveja. Es la mejor venta que hecho de uno de mis libros. En esa sala de hemodiálisis hay muchas otras historias, y todas reclaman una novela: más allá está Jaime, que no tiene un centímetro de piel sin rastro de cicatriz, o Iñaki, que hizo funambulismo en un andamio hasta que su cuerpo le recordó la ley de la gravedad. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que, en efecto, en la enfermedad se conocen tierras muy extrañas y que escribir es terapéutico, aunque algunos escritores enfermen en el empeño, porque la escritura es un fármaco tan tóxico como depurativo: cura y envenena al mismo tiempo. Platón ya lo advirtió. El caso más extremo lo refleja el escritor norteamericano Art Buchwald, que declinó someterse a tratamiento de hemodiálisis y describió, con ligereza digna de mejor causa, en su libro Too soon to say goodbye (Random House, 2006), su testimonio de enfermo terminal. Hay escritores que desearían contraer una enfermedad grave para escribir su mejor novela. La falta de imaginación puede ser letal. Yo no se lo recomiendo. Mientras la máquina ronronea cerca de mi oído, leo Herzog, de Saul Bellow; aquí leí Pastoral americana, de Philip Roth, y también Desgracia, de J. M. Coetzee. Son tres novelas ejemplares y purgativas: cambian la mirada del escritor y le confrontan con sus severos límites: ¿cómo dar cuenta de la historia de Alfredo, Esteban, Jaime o Iñaki? Por mucho que nos empeñemos la llamada autoficción nunca es un desnudo integral, sino el esfuerzo, a veces fallido, por transformar el "yo" -y el "nosotros", cabría añadir- en eficaz materia novelable. En ese tránsito al escritor le acecha la sequía imaginativa, la impostura estilística, el estéril narcisismo, pero, créanme, la buena literatura cura. Salud. -

Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es autor de la novela La línea Plimsoll (Castalia, 2008) y de la colección de microrrelatos Cuentos del jíbaro (Demipage, 2008).

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