Reportaje:EL RINCÓN

El piano de Baremboim bajo los tilos de Berlín

Daniel Barenboim subió las escaleras protestando por lo tardío de la hora. Le quedaban 20 minutos para dirigir Eugene Onegin y seguía en americana y bufanda. Ante el umbral del camerino del director musical de la Staatsoper de Berlín había algún revuelo. Entre los reunidos allí bromeaba en francés un hijo del director.

El otoño tiñe ya la ciudad en octubre. Bajo los tilos de Unter den Linden no se amontonan hojas muertas, pero los árboles de la avenida han encajado la ruina del verano. Al caer el día en que comenzó el horario de invierno, la columnata palladiana de la Staatsoper ...

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Daniel Barenboim subió las escaleras protestando por lo tardío de la hora. Le quedaban 20 minutos para dirigir Eugene Onegin y seguía en americana y bufanda. Ante el umbral del camerino del director musical de la Staatsoper de Berlín había algún revuelo. Entre los reunidos allí bromeaba en francés un hijo del director.

El otoño tiñe ya la ciudad en octubre. Bajo los tilos de Unter den Linden no se amontonan hojas muertas, pero los árboles de la avenida han encajado la ruina del verano. Al caer el día en que comenzó el horario de invierno, la columnata palladiana de la Staatsoper mostraba el color de la hojarasca. Si se acerca desde la otra acera de la vía noble berlinesa, el visitante podrá especular sobre las preferencias de Federico el Grande viendo cómo la fábrica neoclásica, entonces la mayor ópera europea, esquina y casi oculta la catedral de Santa Eduvigis, el primer templo católico consagrado en Berlín desde la Reforma prusiana. Cerca del pórtico catedralicio queda la entrada trasera de la Staatsoper, que conduce a sus pasillos intestinos. Dan a los cuartos de ensayo, al foso o al camerino del director.

A quien no fracase ante los filtros de la corte del jefe de la Staatsoper y no tropiece con alguna personalidad que presenta sus respetos a uno de los mayores talentos activos en la música clásica, es recibido por el maestro. Le ofrece uno de los sillones tapizados de un ocre afín al parqué, las cortinas y las paredes. Él se reserva una gran butaca de cuero negro, reclinable con un dispositivo cuyo manejo lo entretiene a todas luces. Venga de la gran araña o del exterior, la luz del camerino tiene una cualidad dorada, como el brillo que reflejan las grandes fotos de Jerusalén en las paredes. Hay un ropero, un frutero lleno y una cafetera rápida. Además hay un teléfono, un piano de pared, libros y partituras en montones sobre las mesas y sobre la tapa del piano. Un retrato dedicado por Wilhelm Furtwängler preside el instrumento. "Cuando venían [Walter] Ulbricht o [Erich] Honecker, se reunían aquí con total discreción", comenta.

La antigua sede de conciliábulos entre capitostes de la República Democrática Alemana es ahora un lugar de trabajo para Barenboim, donde escribió "una parte" de su nuevo libro, El sonido es vida (Belacqua), el lugar donde estudia, toca y despacha con sus músicos. Al clarinetista Matthias Glander, que llegó en su frac minutos antes del chaikovski, quiso Barenboim mostrarle una partitura "complicada". "Mírate el clarinete", le pidió: "No sé cómo me lo voy a aprender". Glander tarareó: "Escurridizo...". Era Zampa, de Ferdinand Hérold. El maestro silbó algún compás. Dio tiempo para platicar de Don Giovanni, de la esfera hebrea de un reloj que marcha en el sentido contrario del habitual y de un "proyecto de libro" con Felipe González.

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