Columna

Ciencias de la ensoñación

Madrid va cambiando, y nosotros también. Mientras en la ciudad se erizan rascacielos, se peatonalizan calles, se restauran fachadas o se cierran cines, nosotros mudamos de pareja, de trabajo, de aficiones y de casa. Así que somos continuamente personas distintas transitando por trazados nuevos, encontrándonos con paisajes remodelados o simplemente inéditos a la vista. Varía nuestra rutina y nuestra fisonomía observada por los ojos mutantes de la capital.

Pero existen lugares inalterados en los que siempre nos sentiremos jóvenes, como entre los brazos de una madre donde nunca se envejece...

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Madrid va cambiando, y nosotros también. Mientras en la ciudad se erizan rascacielos, se peatonalizan calles, se restauran fachadas o se cierran cines, nosotros mudamos de pareja, de trabajo, de aficiones y de casa. Así que somos continuamente personas distintas transitando por trazados nuevos, encontrándonos con paisajes remodelados o simplemente inéditos a la vista. Varía nuestra rutina y nuestra fisonomía observada por los ojos mutantes de la capital.

Pero existen lugares inalterados en los que siempre nos sentiremos jóvenes, como entre los brazos de una madre donde nunca se envejece. En el pasado establecimos vínculos tan fuertes, tan sentimentales con ciertos sitios que volver a ellos nos transporta a ese ayer cristalizado. Uno de esos parajes son las facultades. Quizá hoy las nuevas y asépticas universidades y las escuetas carreras de apenas tres cursos impidan que muchos estudiantes intimen con sus facultades, pero hace 15 años gran parte de los inquilinos de los edificios de la Complutense forjamos una intensa y duradera relación con el campus.

Se celebra el MetroRock en la explanada de hierba por la que rueda todavía mi primera juventud

Dentro de la Complu cada uno vivió su propia experiencia, pero nadie pudo salir ileso tras un lustro en la Facultad de Ciencias de la Información. La peculiaridad del edifico, un viejo proyecto arquitectónico para una cárcel de mujeres, según se rumoreaba; y su envergadura compacta, gris y sumergida en el perfil de la avenida, lo bautizaron como El Búnker. La mayoría de los que estudiamos allí no pasamos tanto tiempo dentro del edificio, al menos de las clases, como los que se licenciaron en otras carreras más exigentes. Pero precisamente esa laxitud (el estudiante de periodismo asistía normalmente a un 50% de las lecciones a partir del puente del Pilar) creó unos lazos más férreos. Quienes sólo se dedicaron a madrugar, a tomar apuntes y a ver anochecer por las ventanas de las bibliotecas de las facultades de ciencias probablemente no alberguen recuerdos entrañables de esas edificaciones y, menos aún, de sus inexplorados alrededores.

Pero los periodistas que invertimos al menos cinco años en El Búnker repartimos ese tiempo entre las aulas de pésima acústica y fumadores de última fila, entre la cafetería con partidas de mus y quinielas y entre las amplias extensiones de césped que circundaban el edificio. Besos, sangría y manifestaciones por causas imposibles ocuparon muchas de las mañanas de carrera que parecen ser la de hoy cuando volvemos a pasar por delante del refugio de cemento. Ya no somos ese estudiante con carpeta azul y novia con barbour, pero sí podemos vernos entonces, todavía somos capaces de rescatar nuestra imagen tumbados sobre la hierba soñando con escapar del mundo, desabrochando un sujetador o rulando un botellín de cerveza. Nuestro recuerdo permanece intacto bajando por escaleras de piedra morada apesadumbrado por un suspenso, ilusionado por una cita.

Este sábado se celebra por primera vez el MetroRock tras la Facultad de Ciencias de la Información, en la explanada de hierba por la que rueda todavía mi primera juventud. Podremos escuchar en directo a Andrés Calamaro, uno de los cantantes que versionábamos precisamente allí entorno a una guitarra. Estoy seguro de que muchos de los antiguos estudiantes de la facultad regresarán para ver a Los Delinqüentes, a Elbicho o a Siniestro Total. Y no se reencontrarán únicamente con la música de sus años universitarios, sino consigo mismos. Frente a los escenarios no sólo estaremos los treintañeros de hoy, sino el fantasma de los chavales que fuimos a principios de los noventa.

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Caerá la noche, esa que sólo conocimos en la trasera de la facultad cuando aparcábamos el coche con una chica los fines de semana, y sobre una moqueta de vasos de plástico comenzaremos a recibir la lluvia de decibelios. La música tiene el poder de subirnos sobre ella como una alfombra mágica y llevarnos donde queramos. El sábado podremos cerrar los ojos y escoger un destino sin importar el espacio o el tiempo. Quizá muchos elijan volver al pasado o dar un salto hacia el porvenir. Es posible que otros fantaseen con estar en otro sitio, alejados de este crudo Madrid forzosamente recuperado tras las vacaciones. Yo, en cambio, no querré ir a ningún otro lugar, sólo desearé quedarme allí, quieto, con los ojos abiertos en mi trocito de césped inmortal.

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