Cosa de dos

Matador

El escritor Thomas Harris fue muy audaz al imaginar que un caníbal ilustrado podía fascinar al subconsciente colectivo, convertirse en un mito tan morboso como aterrador. Anthony Hopkins, tan distinguido, tan inquietante, tan seductor, le prestó a Lecter su hipnótica voz y su clase. El resultado fue espectacular, pura adrenalina, todo dios se quedó colgado con un tipo que lo sabía todo de la naturaleza humana y que podía zamparse el hígado del prójimo sin que se le alteraran las pulsaciones, acompañando el manjar con una botella de chianti y el inconfundible piano de Glenn Gould interpr...

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El escritor Thomas Harris fue muy audaz al imaginar que un caníbal ilustrado podía fascinar al subconsciente colectivo, convertirse en un mito tan morboso como aterrador. Anthony Hopkins, tan distinguido, tan inquietante, tan seductor, le prestó a Lecter su hipnótica voz y su clase. El resultado fue espectacular, pura adrenalina, todo dios se quedó colgado con un tipo que lo sabía todo de la naturaleza humana y que podía zamparse el hígado del prójimo sin que se le alteraran las pulsaciones, acompañando el manjar con una botella de chianti y el inconfundible piano de Glenn Gould interpretando a Bach.

Este sofisticado monstruo alimentaba su vicio sin sentido de culpa ni planteamientos morales. Su estómago no hacía distinciones entre buenos y malos, aunque una vez sintió curiosidad e insólita piedad por una mujer obsesionada con el silencio de los corderos.

El éxito del sexy y voraz psiquiatra de Baltimore creó culto y multitud de imitaciones. La mayoría de ellas lamentables o grotescas. Todas las productoras aspiraban a poseer un psicópata irresistible.

La macabra moda perdura. Y la tele, cómo no, también exhibe en sus series a zumbados sangrientos. Dexter tiene mogollón de adictos. No es mi caso. Es un forense que además de diseccionar a los muertos tiene un vicio tremendo con abrir en canal a los vivos. Y no precisamente para extirparles tumores, sino para que se consuman en el fuego eterno. Resulta que este tarado reúne los atributos del héroe. O sea, sólo se carga a los malvados integrales, a la escoria criminal a la que la ley no puede o no quiere entrullar. En el fondo no es un matarife sino un justiciero. Fiel a las convenciones de siempre, a que la gente de bien se tranquilice ante el maestro del escalpelo en la certidumbre de que jamás lo utilizaría contra ellos. En los dos últimos capítulos, nos cuentan los intolerables traumas que sufrió el destripador en su infancia. El sufriente invento del doctor Frankenstein afirmaba que era malo porque era desgraciado. Seguro que Hitler también tuvo una infancia difícil. No me engancha el supuesto magnetismo de Dexter. Tampoco su retorcido protagonista, Michael C. Hall, alguien que me deslumbró interpretando al funerario homosexual de A dos metros bajo tierra.

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