Reportaje:IDA Y VUELTA

Oro y bisuterías de Dalí

Un clamor de asombro y sobrecogimiento se oye cada pocos minutos en las salas de la última planta del MOMA ocupadas por la exposición Dalí & Film, que llega ahora a Nueva York desde la Tate Modern de Londres. Es verano y la ciudad se llena de turistas: qué mayor cebo que ofrecer una gran exposición de Dalí, que sigue ocupando, en la distraída conciencia colectiva, el mismo papel que ya ocupó con tanto provecho durante una gran parte de su vida, el de encarnación de la extravagancia y la genialidad del artista moderno, chocante pero no amenazador, tan codificado en los atributos de su pr...

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Un clamor de asombro y sobrecogimiento se oye cada pocos minutos en las salas de la última planta del MOMA ocupadas por la exposición Dalí & Film, que llega ahora a Nueva York desde la Tate Modern de Londres. Es verano y la ciudad se llena de turistas: qué mayor cebo que ofrecer una gran exposición de Dalí, que sigue ocupando, en la distraída conciencia colectiva, el mismo papel que ya ocupó con tanto provecho durante una gran parte de su vida, el de encarnación de la extravagancia y la genialidad del artista moderno, chocante pero no amenazador, tan codificado en los atributos de su presencia pública como en los de su pintura. A las personas de orden Dalí les permitía la sensación confortadora de entender y admirar la audacia del arte moderno, no como Picasso o como los artistas abstractos, "que no sabían pintar".

Qué trampa es el estilo; qué vigilancia inflexible necesita un artista para no quedar atrapado en él, en la complacencia narcótica
Hay un momento en el que ya no se sabe si Dalí es un jovial impostor de sí mismo o un antecedente de Jeff Koons

Dalí sí que sabía. La gente se arracima sobre los cuadros para percibir mejor todos los detalles de esa orfebrería del ilusionismo a la que empezó a dedicarse tan pronto y de vez en cuando las cabezas se vuelven para averiguar de dónde procede ese clamor unánime: sobre una pantalla de cine de dimensiones heroicas se proyecta sin interrupción Un perro andaluz, y cada vez que la mano levanta el párpado de un ojo y se ve la navaja cortando por la mitad el globo blanco y trémulo se repite la misma exclamación, el rumor del aire hinchando los pulmones. Ochenta años de imágenes acumuladas de violencia cada vez más explícita, de barroca pornografía de vísceras arrancadas, explosiones de sangre, cuerpos despedazados, no han podido amortiguar ni una parte mínima de la capacidad de estremecer de este plano tan simple, en el que no cuesta nada advertir que el ojo que corta la cuchilla es el de una vaca muerta. Un perro andaluz, igual que La edad de oro, estamos acostumbrados a verlas en la pantalla mezquina de un televisor, en el espacio de una habitación privada. Verlas en una pantalla grande, en medio del público indiscriminado que visita una exposición de masas, es descubrir no sólo toda su arrebatadora poesía visual, el filo nunca mellado de su agresiva originalidad, sino también el poderío de su impacto sobre el público, el modo en que desconciertan, aterran, hacen reír a carcajadas, hipnotizan, llegan a escandalizar. Delante de la pantalla donde se proyecta La edad de oro los bancos están ocupados por toda clase de gente, desde familias de turistas orondos que han venido del Medio Oeste a pasar el fin de semana del 4 de Julio hasta modernos japoneses con gafas de concha y pelo granate o esas señoras de cierta edad y de perfil aguileño que han venido en el metro con un New Yorker en el bolso: oyendo las risas caigo en la cuenta de la parte que tiene la película de astracanada de cine mudo, con su héroe a la vez frenético e impávido, como un Buster Keaton trastornado por la pasión erótica, con sus ricachones pomposos y grotescos como los de Chaplin; pero de pronto se hace el silencio y noto que las respiraciones se contienen, que hay quien aparta los ojos de la pantalla, quien traga saliva, quien suelta esa risa corta con la que se defienden a veces los americanos de una situación que los pone nerviosos; incluso hay quien se levanta y se va. Lo que provoca esas reacciones es el momento en que la protagonista se ha quedado una vez más sin su amante en el jardín donde habían estado revolcándose a la vista de todos y mira con aire enajenado y sonámbulo y empieza a chupar el dedo gordo del pie de una estatua.

Cuando más me gusta Dalí es cuando no se ha convertido todavía en Dalí. Y en una exposición de aparatosa sobreabundancia sobre Dalí y el cine descubro que lo que más me gusta de Dalí en el cine es lo que no se sabe hasta qué punto es suyo o en qué medida pertenece al talento de Buñuel. Qué trampa es el estilo; qué vigilancia inflexible necesita un artista para no quedarse atrapado en él, en la complacencia narcótica de lo que sabe que hace muy bien, reforzada por los parabienes del público, que pide más de lo mismo. En los años veinte, cuando Dalí todavía no era Dalí, cuando las elucubraciones verbosas del surrealismo no le habían alimentado los trastornos más banales de su imaginación, cuando la vida en Madrid y la amistad apasionada de Lorca y de Luis Buñuel lo deslumbraron, dibujó y pintó como tal vez no volvería a hacerlo nunca. En el retrato de Luis Buñuel o en el de su padre, en sus aproximaciones a un naturalismo visionario anclado obsesivamente desde el principio en la geología fantástica y en los horizontes marinos de Cadaqués, no cuesta mucho distinguir los ingredientes fundamentales de un talento en formación acelerada: De Chirico, la Nueva Objetividad alemana, la disciplina académica del Dibujo llevada a un extremo de virtuosismo insuperable; también el cine más audaz que llegaba de Alemania en los primeros años veinte: casi nada me impresiona tanto en toda la exposición como tres dibujos a tinta de 1922 que tienen los ángulos quebrados y la sugestión amenazadora de noche urbana y desastre de una película expresionista; tres dibujos que son como tres fotogramas sucesivos en los que se resumiera una historia completa de perdición: Noche de verano, Borracho, Prostíbulo. Qué pena que Dalí tardara tan poco tiempo en convertirse en Dalí.

Quizás el surrealismo, tan marcado por la palabrería de André Breton y la autoindulgencia de sus seguidores, era un brebaje estimulante pero demasiado cabezón del que sólo podían sacar provecho de verdad las mentes muy sólidas: Buñuel, sobre todo, con su cabeza de pedernal aragonés, Joan Miró, Man Ray, Calder. La orfebrería meticulosa de Dalí se ve enseguida que va a convertirse muy pronto en bisutería, y cuando viaja a Hollywood ya es un chamarilero desvergonzado y bastante chapucero de sus mercancías más averiadas: dos o tres salas más allá de Un perro andaluz se proyecta la celebrada escena del sueño que le encargó Hitchcock para Spellbound (Recuerda), y mirarla es embarazoso, con su repertorio de relojes, horizontes, lejanías de vértigo, ojos, caras sin rasgos. Qué rápido pasó todo: no mucho más de quince años entre una película y otra, algo más de veinte entre el retrato de Buñuel tan rotundo como un busto arcaico y los que hizo de Lawrence Olivier o de Jack Warner. Hay un momento en el que ya no se sabe si Dalí es un jovial impostor de sí mismo o un antecedente de Jeff Koons, una caricatura del pasado o un visionario del cínico porvenir...

Porque el talento estuvo siempre, revelado a medias en un fondo o en un detalle, esperando a saltar. Talento es el teléfono negro con un auricular de langosta de 1936 o el detalle de enviarle como regalo a Harpo Marx un arpa con las cuerdas de alambre espinoso. Talento tampoco le faltaba a Harpo, que le respondió con un sobre que contenía una foto de sus dedos vendados con esparadrapos. -

Dalí: Painting and Film. The Museum of Modern Art. www.moma.org. Hasta el 15 de septiembre.

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