Crónica:LA CRÓNICA

Aventura en el hielo

He vuelto a patinar sobre hielo. La sencilla frase no hace justicia al inmenso mundo de emociones y riesgos que me ha abierto de nuevo sus puertas. Sí, he regresado al patinaje -me resisto, por no parecer vanidoso, a emplear el adjetivo artístico para lo mío- y a la gran aventura blanca y deslizante.

Hacía mucho que no me calzaba unos patines de cuchillas, pero recuerdo aquellas grandes ocasiones de los años setenta en la pista de hielo del FC Barcelona, cuando, prendido en la música de Deodato que vomitaba la megafonía y soñando con tener una Bultaco Lobito, caí cuan largo era a...

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He vuelto a patinar sobre hielo. La sencilla frase no hace justicia al inmenso mundo de emociones y riesgos que me ha abierto de nuevo sus puertas. Sí, he regresado al patinaje -me resisto, por no parecer vanidoso, a emplear el adjetivo artístico para lo mío- y a la gran aventura blanca y deslizante.

Hacía mucho que no me calzaba unos patines de cuchillas, pero recuerdo aquellas grandes ocasiones de los años setenta en la pista de hielo del FC Barcelona, cuando, prendido en la música de Deodato que vomitaba la megafonía y soñando con tener una Bultaco Lobito, caí cuan largo era arrastrando en mi acción a un sinfín de patinadores. ¡Qué tiempos!

El otro día, apenas recuperado de una lesión de tendones y muerto de calor, entré en el Skating Club, un lugar pequeño e íntimo, idóneo para reencontrarse con el patinaje -por otro lado, aún temía toparme con alguien que me recordara en la pista del FC Barcelona-. La preparación en esta vida lo es todo, así que había revisionado Alexander Nevsky, analizando las escenas de la batalla sobre el helado lago Peipus, y estudiado un vídeo pirata de una actuación de Margarita Drobiazko y Povilas Vanagas, mis admirados campeones lituanos. Como lectura, además de Shackleton, escogí Psychology for skaters, tratando de desbloquear las lógicas reticencias de mi mente -siempre atenta al peligro- ante la idea de volver al hielo. Era un texto pertinente, pues comenzaba con el capítulo 'Comprenda su miedo'.

Sólo entrar en Skating (Roger de Flor, 170; 13,70 euros) me sentí embebido de la atmósfera romántica del patinaje sobre hielo. La música, el polícromo y alegre carrusel de la gente sobre la superficie blanca, el estimulante frescor que emanaba de la pista... Me pareció que había regresado a casa. Pequeños percances en el vestuario no rebajaron mi entusiasmo: metí el pie descalzo en un charco y me suministraron unos patines demasiado pequeños que yo, disciplinado, procedí a colocarme. Es difícil mantener un aire misterioso, viril y galante cuando uno da pasitos como una muñequita china. Me desplacé hasta el borde de la pista y entonces me enfrenté a la pavorosa evidencia de que no recordaba los mínimos rudimentos del patinaje. Ahí estaba esa gran placa resbaladiza y yo era tan inestable. Traté de sacar del bolsillo Psychology for skaters, pero me empujaron por detrás y así hice mi irrupción, tantos años después, en el hielo. No hubo fanfarria, sino un grito de alerta: "¡Capullo!". Decenas de patinadores pasaban por mi lado raudos y estridentes como vencejos. Intenté mantener el equilibrio agitando los brazos y oí caer gente. Me agarré a alguien y avanzamos unos metros componiendo extrañas figuras mientras él trataba de zafarse. Lo consiguió, pero sólo para ir a dar de bruces contra el suelo, ¡ja! Me iba serenando y mi cuerpo recobraba la memoria muscular, qué cosa. Cuando enfoqué la dirección correcta y dejé de ir en contra de los demás patinadores todo marchó mejor. Mmmmm. ¡Plaf! Ya decía Oleg Protopopov que es básico no confiarse. Me incorporé y traté de patinar agachado, a fin de reducir la altura de la caída: la perspectiva arrojaba una buena panorámica de las piernas de las patinadoras. Seguí a una que se deslizaba con la rotunda gracia de Tonya Harding y que lucía un corpiño tipo burdel de Sylacauga suministrado sin duda por el mismo que me endosó a mí los patines. ¡No me costaría romper el hielo! Traté de iniciar la conversación preguntándole si sabía hacer el Camello Volante, esa gran figura. Me miró caer con una expresión de asco. La alcancé varias vueltas más tarde. Para impresionarla, esta vez le hablé de los Caballeros Teutónicos y la cruzada báltica de 1242. Aprovechando el dramatismo de mi patinaje y con profusión de mímica evoqué la carga de los alemanes a través del helado Peipus. Me perjudicó que el fondo musical fuera Macarena y no Prokófiev, pero bordé la caída del belicoso obispo Hermann Von Buxhoeved de Tartu, caudillo de los teutónicos. Conseguí llegar hasta el borde de la pista deslizándome sobre el vientre como había visto hacer a los pingüinos de National Geographic. Me izé y adopté una postura gallarda, sonriendo con suficiencia. Hice acopio de valor, cerré los ojos y volví a lanzarme. Cuando los abrí ya no pude evitar a un tipo con aspecto de campeón de Rollerball. Percutí contra él por detrás. Con el rabillo del ojo lo vi aterrizar levantando una nube de hielo en polvo.

Sería el cansancio o los golpes repetidos en la cabeza, el caso es que empecé a notar que los patinadores a mi alrededor se disolvían como fantasmas. El tiempo y el espacio parecieron comprimirse y luego explotar en una diástole cuajada de puntitos brillantes. De repente, todo el mundo llevaba pantalones de piel de melocotón. Y sonaba Il mio canto libero de Lucio Battisti por megafonía. Me adelantaron varios amigos con 30 años menos y la cara cubierta de Clerasil. Embargado por la emoción, les perseguí. Y cada vuelta que daba me devolvía sobre la refulgente capa de hielo un momento feliz de mi juventud perdida.

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