Columna

Hijo de hoy

A finales de los ochenta ser hijo de padres separados era un estigma. Quienes vivimos esa contrariedad no sólo la sufrimos dentro de la familia, sino fuera, en el instituto, en el grupo de amigos del barrio. Que tus padres hubiesen roto era una vergüenza, algo sólo confesable a los amigos íntimos o a aquellos que sospechabas víctimas del mismo pecado impuesto.

Hoy, en cambio, parece que la excepción es encontrar a un niño cuyos mayores permanezcan juntos. Los colegios están llenos de hijos de matrimonios no sólo separados, sino divorciados o casados por segunda vez. Y esos críos compart...

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A finales de los ochenta ser hijo de padres separados era un estigma. Quienes vivimos esa contrariedad no sólo la sufrimos dentro de la familia, sino fuera, en el instituto, en el grupo de amigos del barrio. Que tus padres hubiesen roto era una vergüenza, algo sólo confesable a los amigos íntimos o a aquellos que sospechabas víctimas del mismo pecado impuesto.

Hoy, en cambio, parece que la excepción es encontrar a un niño cuyos mayores permanezcan juntos. Los colegios están llenos de hijos de matrimonios no sólo separados, sino divorciados o casados por segunda vez. Y esos críos comparten pupitre con hijos de madres solteras o con chavales chinos, rusos o peruanos adoptados tanto por parejas heterosexuales como gays o lesbianas.

No sólo ha dejado de ser necesario ante la sociedad casarse para tener un hijo, sino que ya no hace falta tener pareja ni que ésta sea del sexo opuesto. Los niños no llegan (de París o de Pekín) para dar sentido o colmar una unión, sino para hacer felices a las personas de manera individual. Abolido el número de progenitores y el sexo requerido para ser padre o madre ¿qué sentido tiene ya el matrimonio? Según el Instituto de Estadística de la Comunidad, por primera vez en la historia las madrileñas tienen hijos a una edad más temprana que a la que se casan. La edad media a la que son madres es de 30,75 años mientras que dejan de ser solteras a los 31,05.

Algunas de las causas de este insólito fenómeno son la precoz maternidad de las mujeres inmigrantes, quienes suelen tener su primer hijo antes de los 28 años, y el aumento de embarazos adolescentes. Pero también es cierto que cada vez más madrileñas deciden casarse después de tener un bebé. A veces por simplificar los trámites burocráticos del niño y otras por los beneficios fiscales, pero en muchas otras ocasiones, sencillamente, porque lo desean.

Casarse tras haber convivido varios años con la pareja e incluso después de haber procreado adquiere un nuevo significado, el matrimonio se convierte en una elección innecesaria y por ello más valiosa. Cuando no es la ley ni la moral quien demanda un anillo y es únicamente la voluntad de dos personas la que las conduce a un altar o a un ayuntamiento, el matrimonio resulta una alianza llanamente amorosa, un ritual plenamente pasional y festivo.

Varias parejas amigas han decidido dar el "sí, quiero" con un niño en un capazo o en los brazos de un familiar sentado en el primer banco de la iglesia. Los 15 días de luna de miel y los 2.500 euros del cheque bebé han venido bien, pero ha sido una llamada emocional, probablemente ante el hecho de ser padres, lo que les ha decidido a bautizarse de arroz.

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Desconocemos cómo crecerá esta nueva camada de niños madrileños mezclados con inmigrantes, de críos mestizos criados por homosexuales, por parejas de hecho o madres solteras. La gente más conservadora argumenta que cualquier hijo fuera de la pareja convencional vivirá traumatizado y con carencia de referentes, pero ¿cuál es hoy la referencia? Los modelos tradicionales se han demostrado falsos, los estereotipos teóricamente perfectos sólo han servido para frustrar tanto a los que fracasaron imitándolos como a los que se miraron en su espejo para descubrirlo agrietado.

Quienes fuimos hijos de matrimonios fracturados o poco convencionales en sus planteamientos de pareja vivimos entonces momentos difíciles precisamente porque existían unas reglas. Hoy, al tiempo que se evaporan esas normas, se añaden más, el juego del amor y de la maternidad/paternidad se disputa con numerosas variantes porque hemos comprobado al fin que no existe un manual infalible.

Es cierto que no sabemos si nuestros hijos nacerán desprovistos de coordenadas y de ejemplos sólidos, si crecerán ambiguos y desorientados, pero, en cualquier caso, merece la pena comprobarlo, darle una oportunidad a estos paradigmas familiares inéditos. Quizá ahora lo realmente contraproducente sea vivir en la estructura familiar y mental del pasado, es posible que eso sea precisamente lo que desoriente a nuestros hijos en esta sociedad de numerosas y novedosas tendencias morales, sexuales y paterno-filiales. En cualquier caso, mientras seguimos buscando respuestas, lo mejor es no dejar de hacer preguntas.

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