Crónica:LA CRÓNICA

Siempre en Sant Joan

Tan pronto vio a un cliente entrar a la cafetería se apresuró a atenderlo: "Què vol?". "Ara li porto". Limpió la mesa. Sirvió un café. Sirvió otro. Puso un helado, cobró a otro cliente y corrió a la esquina para cambiar un billete. A sus 15 años de edad, Indira es toda una profesional del servicio, no le pesan las largas horas que pasa de pie todas las tardes atendiendo el establecimiento, después de asistir a la escuela. Su abuela la educó para el trabajo pesado, cuando en República Dominicana vivía en el campo y tenía que ayudar a recoger la cosecha y dar de comer a los animales, una vez que...

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Tan pronto vio a un cliente entrar a la cafetería se apresuró a atenderlo: "Què vol?". "Ara li porto". Limpió la mesa. Sirvió un café. Sirvió otro. Puso un helado, cobró a otro cliente y corrió a la esquina para cambiar un billete. A sus 15 años de edad, Indira es toda una profesional del servicio, no le pesan las largas horas que pasa de pie todas las tardes atendiendo el establecimiento, después de asistir a la escuela. Su abuela la educó para el trabajo pesado, cuando en República Dominicana vivía en el campo y tenía que ayudar a recoger la cosecha y dar de comer a los animales, una vez que había regresado de la escuela y limpiado la casa. Entonces sí que era difícil la vida, muchas veces no había luz o agua y hubo que acostumbrarse desde pequeña a la pobreza.

Fue hace cuatro años, en un día de Sant Joan, cuando por primera vez llegó a Cataluña. "¡Menos mal que aterricé en verano!", pues le había advertido su madre, quien emigró antes que Indira, lo horrible que es el frío en España. "¡Madre mía! No nos acostumbramos". Pero en Vilassar de Mar sintió el calor y se fascinó con la verbena que llenaba el casco antiguo y los fuegos artificiales en "esa playa larga, larga, larga". Nunca había visto una playa tan grande y tampoco una fiesta sin baile. "¿Por qué no bailan?", se preguntó. Qué aburridos le parecían los días en Vilassar de Mar sin ese baile espontáneo que en su país asalta las calles. "¿Por qué si no hay pobreza, la gente es tan seria?". No lo entendió entonces y no lo entiende ahora. Y cuando escribe mails a sus amigas de República Dominicana, les cuenta lo diferente que es la gente por estas tierras: "Aquí las mujeres pueden salir de su casa despeinadas", algo impensable para la mujer dominicana, pudorosa de su apariencia, pero sobre todo del arreglo del cabello. "Si sales despeinada, los hombres en mi país piensan que así serás de descuidada con todo".

Indira quiere ser peluquera o modelo, y para ir practicando se corta ella misma el pelo y camina con garbo meneando los hombrillos con gracia. Viste una falda corta por debajo de la cintura enseñando su vientre plano de adolescente en desarrollo. Va de una mesa a otra con la cara sonriente y a todo dice "Sí", otra de las comparaciones que suele describir a sus amigas. "Aquí en Cataluña las camareras son groseras con el cliente, avientan los platos y gritan mucho. Si les piden algo extra, a todo dicen que no. Yo trato de ser simpática y amable, por eso me dan buenas propinas".

"L'entrepà, el vol fred o calent?", pregunta Indira a una señora mayor. Ella se dirige a todos los clientes en perfecto catalán, porque así se lo exigieron el dueño de la heladería y sus amigas en la escuela: "Cuando entré a estudiar a tercero de ESO, me decían que si no les hablaba en catalán no eran mis amigas, y al principio me dio rabia y no me gustaba hablar el idioma, pero después lo aprendí". También les escribe: "Hablan muy curioso el español, como los libros antiguos que nos hacían leer en la escuela allá en Coutí, con palabras como vosotros, habéis...". "La escuela está muy difícil. En matemáticas soy muy mala, pero en historia me aprendo todo, lo de un señor que aquí gobernó que se llamaba Franco y de los romanos y los griegos".

El sol entra en el local con furia veraniega, Indira se apresura a bajar el toldo mientras la radio toca La quinta estación. Sirve un café oscuro como su piel y como la noche que ha caído en Vilassar de Mar.

Ya se oyen los petardos. Otra vez es Sant Joan y qué ganas le dan de bailar. Cierra el local y se marcha a hacer maletas, pues viaja a Santo Domingo. Su madre la manda de regreso porque no aprobó el curso. Días después escribe: "Me siento rara y echo de menos la cafetería y ver pasar gente en el paseo de Sant Joan".

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