DON DE GENTES | OPINIÓN

Sobreviviré

Nada hay más patético que una persona que en su madurez intenta parecer joven. Es cierto que hay algunas mujeres, como decía Onetti, "que atraviesan adolescentes los años", pero eso nunca sucede cuando se hace con premeditación. La juventud perpetua es más una condición del alma que de las modas. Los cincuentones que siguen fieles a la chupa de cuero y los zapatos de chúpame-la-punta no hacen más que mostrar un triste anacronismo, y a las cincuentonas que se enfundan unos leggings parece que les faltara el carrito del Pryca como complemento. Así de crudo. Una tuvo la ilusi...

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Nada hay más patético que una persona que en su madurez intenta parecer joven. Es cierto que hay algunas mujeres, como decía Onetti, "que atraviesan adolescentes los años", pero eso nunca sucede cuando se hace con premeditación. La juventud perpetua es más una condición del alma que de las modas. Los cincuentones que siguen fieles a la chupa de cuero y los zapatos de chúpame-la-punta no hacen más que mostrar un triste anacronismo, y a las cincuentonas que se enfundan unos leggings parece que les faltara el carrito del Pryca como complemento. Así de crudo. Una tuvo la ilusión del juvenilismo, sí, pero vivir rodeada de gente joven se convierte en una cura permanente de humildad. Lo saben bien los que tienen hijos en la edad del divino tesoro, habrán podido escucharles más de una vez reírse de aquellos personajes de nuestra edad que se aferran desesperadamente a su juventud. Yo antes les corregía, me cabreaba con ellos, les hablaba de la fugacidad del tiempo; pero una vez que descubrí que en el fondo me estaba defendiendo a mí misma, abandoné la batalla. Tenían razón. Sus juicios eran crueles, pero justos. Y a fin de cuentas, ¿no es ésa la misma crueldad que ejercitábamos nosotros? Liberada, pues, de parecer lo que (ya) no soy, le digo a una joven actriz que anda por aquí estudiando bailes diversos que para mí los grandes tiempos del baile han muerto. Me mira como extrañada cuando le digo que fui una joven de discoteca, una loca del baile. Entiendo que los escritores quieran certificar todos los libros que leyeron en su adolescencia, bien, bien, yo también fui esa lectora impenitente; pero había una hora en aquellos veranos del pueblo en que me pintaba el rabillo negro del ojo, me daba unos toques a lo Tony Manero y me largaba a colocarme debajo de la bola de cristalillos. ¿Se puede ser lectora y bailona empedernida y no estar loca? No le veo la incompatibilidad. Pero, le digo a mi amiga, para mí los buenos tiempos del disco han muerto. No pretendo hacer una leyenda de los setenta y ochenta, pero aquéllos fueron los años de la mejor música bailable. Las discotecas eran aquellos sitios en los que se pinchaban las canciones de moda. Venía de la tradición de las orquestas de los pueblos, y aquí, en América, de los grandes salones de baile en los que las bandas de jazz tenían como principal objetivo hacer que la gente saliera a la pista. Había encanto, comunicación, sensualidad y música popular maravillosa. No me importa parecer anticuada, old fashioned o nostálgica. La última discoteca que frecuenté en Madrid era una que había en la calle Claudio Coello, en la que ponían la mejor música del pop bailable de los años setenta. La última discoteca que visité en Nueva York fue hace tres años, en la fiesta de Mar adentro: el volumen de los bajos de la música house me hirieron literalmente el estómago y tuve que refugiarme unos minutos en el servicio para recuperarme. Dicen que en la literatura femenina siempre hay una mujer que se mira al espejo y reflexiona. Bien, hagamos literatura. Yo era esa mujer que en el aseo de una discoteca que antes sería un local de almacenamiento de carne (ahora también) miraba las gotas de sudor frío en la frente: "Dios mío, no me dejes morir en este antro, ayúdame a salir hasta la puerta". Cuando ya lo conseguí, miré el local con desprecio y me pregunté: ¿no había otro sitio más adecuado para celebrar el estreno de una película que trata de un señor que quiere que le dejen morir con dignidad? Pues no, en las fiestas de los peliculeros, aunque traten de señores moribundos y estén dirigidas por señores y señoras que se deslizan hacia la tercera edad, hay que hacer alarde de juvenilismo y alquilar un local de tortura donde nadie escuchará a nadie y donde sólo se podrá disfrutar si se toman las drogas adecuadas para mantenerte en pie, con una copa en la mano, los ojos bien abiertos y siguiendo con la cabeza el compás aniquilador. Seguro que Diego Manrique, ese erudito al que no le importa asumir su madurez e ironizar sobre el caprichoso mundo de las estrellas del pop, tiene algo que decir sobre mi inconsolable nostalgia. A los ex bailones nos cayeron estos días demasiadas efemérides: el retorno de la gran Diana Ross, la reina del disco; los veinticinco años de la primera vez en que Michael Jackson bailó Billie Jean en televisión con esa cadencia que se dio en llamar paseo lunar; los treinta años de Grease, esa película que puso de moda el retro, y, no si me voy más allá, la muerte de la prodigiosa Cyd Charisse junto a ese genio que fue Gene Kelly y a uno de los mejores artistas de todos los tiempos, Fred Astaire, al que ahora, mientras escribo este artículo, estoy escuchando, y del que creo poder afirmar que es el primer cantante pop de la historia. Félix de Azúa hablaba de ellos dos el otro día. Compartimos la admiración y la nostalgia por un arte que en gran parte se ha perdido. Aquello era arte, aunque yo quería hablar de algo más terrenal, de la afición de una chavala de quince años por salir a una pista y dejarse llevar por la voz rotunda de Gloria Gaynor cantando una canción hortera, Survive. Hortera, maravillosa y la que mejor define aquellos peligrosos años de mi juventud.

A las cincuentonas que se enfundan unos 'leggins' parece que les faltara el carrito del Pryca como complemento
No pretendo hacer una leyenda de los setenta y ochenta, pero aquéllos fueron los años de la mejor música bailable

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