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Se veía venir. Todo el mundo apela ahora a la necesidad de apostar por un nuevo modelo de crecimiento: sindicatos, organizaciones empresariales, banqueros, analistas económicos y expertos toda clase y condición. No me parece mal que lo hagan; aunque quizá tardaron demasiado en manifestarlo. A lo largo de estos últimos años, cuando levantábamos sin descanso casas en la costa, el empleo crecía sin parar, y promotores y bancos se forraban, literalmente, sin apenas esfuerzo, pocos se acordaron de ello.

Mientras que ahí fuera, en el escenario económico internacional, las reglas del juego cam...

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Se veía venir. Todo el mundo apela ahora a la necesidad de apostar por un nuevo modelo de crecimiento: sindicatos, organizaciones empresariales, banqueros, analistas económicos y expertos toda clase y condición. No me parece mal que lo hagan; aunque quizá tardaron demasiado en manifestarlo. A lo largo de estos últimos años, cuando levantábamos sin descanso casas en la costa, el empleo crecía sin parar, y promotores y bancos se forraban, literalmente, sin apenas esfuerzo, pocos se acordaron de ello.

Mientras que ahí fuera, en el escenario económico internacional, las reglas del juego cambiaban a velocidad de vértigo, la competencia se hacía cada vez más global, y las empresas se afanaban por incorporar nuevas ventajas competitivas a sus ya anticuadas estrategias, aquí la especulación, la clásica, la de toda la vida, la de comprar barato para vender más caro, hacía furor en todas las capas de la población. Unos promoviendo bloques de apartamentos, y otros comprándolos a crédito para venderlos un poco más tarde y apropiarse de la diferencia. Un círculo virtuoso que, en algún momento del proceso (nunca sabremos cuándo con exactitud), se tornó en círculo vicioso sorprendiéndoles a todos colgados de la brocha. El cuento de la lechera. Nada que no hubiera ocurrido ya antes.

Y ahora, cuando todos esperábamos que el discurso de los responsables de la política económica valenciana cambiara de raíz, tras aceptar estos humildemente la crudeza de los hechos, y aprovecharan para reorientar sus esfuerzos hacia la necesaria mejora competitiva de nuestras empresas y sectores, continúan empeñados en dedicar todo su tiempo a culpabilizar a otros del desaguisado y a reclamar trasvases sin fin, como si las principales causas de nuestros problemas no estuvieran aquí dentro, como siempre.

Para quienes propugnan el cambio, la apuesta por un nuevo modelo de crecimiento significa, sobre todo, trabajar sobre el terreno, y sin descanso, para lograr un escenario económico en el que la materia gris y la innovación (en todos los sectores y para cualquier campo de actividad) asuman, de una vez por todas, el liderazgo productivo que hasta ahora siempre estuvo, por unas razones o por otras, en manos del cemento o el asfalto.

Porque, por mucho que algunos se empeñen en mantener lo contrario, nuestras empresas son demasiado pequeñas, están muy poco internacionalizadas, dependen excesivamente del canal comercial, tienen niveles muy bajos de productividad, no usan con la extensión requerida las tecnologías de la información, y desconocen, en una gran mayoría de casos, la importancia que logística posee como fuente indiscutible de ventajas competitivas. Unas carencias estructurales cuyos efectos sobre el viejo modelo de crecimiento son ya fáciles de reconocer: la tasa de penetración de productos del exterior en todos nuestros sectores tradicionales (a excepción del cerámico) no ha dejado de crecer desde finales de los noventa, mientras que nuestro esfuerzo exportador se ha ido reduciendo año tras año, reflejando una pérdida de competitividad que no debiera dejar a nadie indiferente.

¡Naturalmente que hace falta un cambio de modelo de crecimiento! El problema es que ello jamás se conseguirá si quienes tienen la principal responsabilidad de impulsarlo, se resisten a aceptar las desagradables consecuencias derivadas del diagnóstico. Lo pagaremos.

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