Columna

Antorcha

En las ruinas del templo de Hera, en Olimpia, una vez más los rayos del sol, a través de un espejo cóncavo, han encendido la antorcha olímpica y una cadena de atletas la está llevando alrededor del mundo desde Grecia hasta Pekín. En cada país por donde ha pasado hasta ahora ha iluminado a toda clase de miserias, pero también el poso de idealismo que aun queda en la humanidad. Esa llama tan pura deberá atravesar toda la basura del planeta antes de que arda finalmente en lo alto del pebetero. Este rito se estableció por primera vez en 1936 en los juegos olímpicos de Berlín, que fueron famosos po...

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En las ruinas del templo de Hera, en Olimpia, una vez más los rayos del sol, a través de un espejo cóncavo, han encendido la antorcha olímpica y una cadena de atletas la está llevando alrededor del mundo desde Grecia hasta Pekín. En cada país por donde ha pasado hasta ahora ha iluminado a toda clase de miserias, pero también el poso de idealismo que aun queda en la humanidad. Esa llama tan pura deberá atravesar toda la basura del planeta antes de que arda finalmente en lo alto del pebetero. Este rito se estableció por primera vez en 1936 en los juegos olímpicos de Berlín, que fueron famosos porque Hitler abandonó la tribuna ante el triunfo del atleta negro Jesse Owens y se negó a entregarle las cuatro medallas de oro. Humeaba aún el sebo de esa antorcha olímpica, después de ser apagada, cuando cayeron sobre Europa cincuenta millones de cadáveres. En China son ejecutadas más de tres mil personas al año con un tiro en la nuca y las familias deben resarcir al Estado el valor de las balas, pero en Pekín, durante los juegos, se va a erradicar por decreto la contaminación para que entre aire puro en los pulmones de los atletas. Por su parte los monjes del Tibet ya han probado la antorcha olímpica en forma de estaca. En la antigua Grecia, los reyes de las ciudades y colonias, siempre en guerra entre ellos, establecían una paz obligada cada cuatro años y mandaban naves a Olimpia cargadas de poetas, artistas y atletas, a competir en la palestra. Allí les esperaba la multitud trufada de ladrones, tahúres, prostitutas y vendedores ambulantes presidida por Zeus, al cual los sacerdotes sacrificaban una hecatombe de bueyes rubios. Las cenizas eran depositadas en crateras de oro en la corriente del río Alfeo y los atletas vencedores, coronados con hojas de acebuche, las despedían con cánticos y versos. A continuación los griegos volvían a degollarse entre ellos. Entonces no había llama olímpica. El sol era la única antorcha. Los estetas anglosajones que reiniciaron los juegos al final del siglo XIX, tomaron directamente del sol de Olimpia la famosa llama cuya antorcha ilumina cada cuatro años desde lo alto del pebetero los ideales de belleza, sueños de paz, músculos y marcas antes de convertirse de nuevo en una estaca.

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