LA COLUMNA | OPINIÓN

Maniobras populares

Hay dos maneras de enfrentarse a una derrota electoral. Una, dimitir, nombrar una comisión gestora y convocar un congreso extraordinario para ver qué se hace. Es una salida para derrotas severas: muy abierta, en la que puede ocurrir cualquier cosa o, al menos, alguna cosa que escape al control de la cúpula dirigente. Otra, para derrotas más suaves: mantenerse en el puesto y buscar en un congreso ordinario la ratificación de la frágil confianza que todavía pudiera quedar depositada en el candidato derrotado para afrontar una nueva cita electoral.

Al sentirse legitimado por unos resultado...

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Hay dos maneras de enfrentarse a una derrota electoral. Una, dimitir, nombrar una comisión gestora y convocar un congreso extraordinario para ver qué se hace. Es una salida para derrotas severas: muy abierta, en la que puede ocurrir cualquier cosa o, al menos, alguna cosa que escape al control de la cúpula dirigente. Otra, para derrotas más suaves: mantenerse en el puesto y buscar en un congreso ordinario la ratificación de la frágil confianza que todavía pudiera quedar depositada en el candidato derrotado para afrontar una nueva cita electoral.

Al sentirse legitimado por unos resultados que están lejos de ser una catástrofe, Mariano Rajoy ha tomado este segundo camino: mantenerse en la dirección del partido mientras emprendía una peregrinación a las cortes de sus barones leales. Que transmitiera en la noche triste la impresión de despedida y abandono, que dejara correr el rumor de que se iba, que perdiera un tiempo precioso sin afirmar su voluntad de quedarse, puso de manifiesto la inseguridad de sus días postelectorales. Dos derrotas seguidas, y sin claras perspectivas de futuro, constituyen un fardo excesivamente pesado de arrastrar y el cansancio se le subió a la cara.

Dando por seguro que Rajoy volaba bajo, con plomo en las alas, Esperanza Aguirre proclamó, con acento churchiliano: no me resigno. Fue decirlo, y fue sobre todo la percepción de que su amago de candidatura se sostenía en una cruel campaña hacia el candidato derrotado -emprendida desde el día siguiente por los medios de comunicación afines- para que todos hicieran piña en torno a Rajoy, más que atacado, vilipendiado por el mismo periodista, Jiménez Losantos, por quien Aguirre había intercedido ante el Rey. La intrépida presidenta de Madrid, sin un previo trabajo de erosión en las bases de su adversario, apresurada y a destiempo, daba la impresión de haberse repartido con sus valedores mediáticos la piel del oso antes de cazarlo.

¿Es demasiado aventurado presentarse ante el congreso de un partido como los que por aquí se estilan con la intención de desplazar de su puesto a un líder que no ha renunciado? Más que aventurado, suicida. De hecho, nadie ha probado esa fórmula en los 30 años que llevamos de partidos: Suárez, González, Aznar, ninguno de ellos fue sustituido en un congreso, los tres renunciaron previamente. ¿Podría intentar la hazaña, histórica, como tantas protagonizadas en estos tiempos por mujeres, Esperanza Aguirre? Claro que sí, aunque para eso tendrá que llegar con avales suficientes, que no son por cierto los que exigen los estatutos sino los que aporta la oligarquía política -dicho sea en el sentido que Costa dio a este concepto- que controla el voto de los delegados.

Y aquí radica el problema: las cuentas no le saldrán mientras aparezca como la candidata que cabalga sobre el fuego encendido cada mañana por la cadena de los obispos y el diario El Mundo contra Rajoy. Sin duda, ese fuego puede producir quemaduras de primer grado al sufrido líder que la misma cadena presenta ante su auditorio preferido, electores del Partido Popular, como maricón/plejines. No es difícil aventurar que si este torrente de injurias, incesante, obsesivo, sigue hasta el congreso, se producirá una situación que ni pintada para que entre Rajoy y Aguirre se insinúe un tercero, más atento que la presidenta de Madrid a las reglas de elección entre iguales propias de toda organización oligárquica, que no consisten en empujar, ni en dar voces en la plaza pública reclamando avales para sus ideas -¿desde cuándo se elige por ideas?-, sino en presentarse como la mejor opción posible en el lugar más adecuado y en el momento más oportuno.

Consciente de su primera y algo atolondrada salida en falso y temerosa del agujero negro que la ofensiva mediática de sus amigos puede abrir bajo sus propios pies, Esperanza Aguirre, a la vez que ha pospuesto la explícita declaración de su candidatura, dicen que para dentro de tres años, ha resucitado la idea de primarias: que hable el pueblo. O más exactamente, que los afiliados decidan, estupenda iniciativa si no fuera porque no hay organización en el mundo que la resista. Ni nombrado por un líder saliente, ni elegido por una masa de afiliados, quien aspire a ser candidato en las próximas elecciones será designado por los que hoy son sus iguales y quien pretenda alcanzar tan alta posición debe ir aprendiendo las reglas de esta práctica tradicional, que tantos y tan brillantes resultados dio a la Compañía de Jesús y, aunque por menos tiempo, al Partido de los bolcheviques.

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