Tribuna:

Un hombre de teatro

El espectador debería ser siempre el elemento más importante del arte teatral. El mejor teatro es aquel que trabaja dialogando sinceramente con la inteligencia, la imaginación y la memoria del espectador. Un arte que construye para él otra experiencia: viva, directa, única, vinculada a la propia realidad aunque distinta en casi todos los aspectos. Una experiencia estructurada, que lo transforma sin adoctrinar, que no tiende a reafirmar ideas sino a cuestionarlas; una experiencia complementaria que desafía, que ensancha nuestros horizontes. Un arte sencillo que busca comunicar, que huye de cual...

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El espectador debería ser siempre el elemento más importante del arte teatral. El mejor teatro es aquel que trabaja dialogando sinceramente con la inteligencia, la imaginación y la memoria del espectador. Un arte que construye para él otra experiencia: viva, directa, única, vinculada a la propia realidad aunque distinta en casi todos los aspectos. Una experiencia estructurada, que lo transforma sin adoctrinar, que no tiende a reafirmar ideas sino a cuestionarlas; una experiencia complementaria que desafía, que ensancha nuestros horizontes. Un arte sencillo que busca comunicar, que huye de cualquier hermetismo pero que no renuncia a siglos acumulados de herencia cultural. A quien desee tener la posibilidad de representar un teatro así, le sugiero que lea el teatro de Juan Mayorga.

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Lo conocí a principios de los noventa, en un momento fantástico e irrepetible en el que toda una generación había encontrado suficientes grietas en el muro de lo establecido para pensar que era posible escribir teatro y representarlo casi de inmediato, sin contar necesariamente con la oficialidad, que seguía mirándose el ombligo como de costumbre. No había otro camino, y la sensación angustiosa de que la generación precedente se ahogaba, sin espacio, en un medio profesional imposible, sirvió de detonador. Se formaban compañías, se abrían salas, y directores y actores bisoños estrenábamos a autores no menos bisoños con la sensación, evidentemente equivocada, de estar viviendo algo importante. Fue un momento de acción y formación que nos permitió conocernos, respetarnos y apreciar este oficio venenoso y fugaz en el que algunos tuvimos la fortuna de continuar.

Juan era una rara avis en nuestro entorno: un tipo que no procedía de la escuela o de la profesión, sino de un ámbito universitario, literario y con un sospechoso pasado involucrado en disciplinas como las matemáticas y la filosofía. Había ganado unos años antes un accésit del Marqués de Bradomín, premio imprescindible para comprender la aparición de buena parte de la dramaturgia española contemporánea, que, supongo, fue la chispa que encendió en su interior la ilusión de llevar sus textos a la escena. Y lo consiguió. Ahora los teatros más importantes, las mejores compañías solicitan sus textos, recibe encargos para realizar adaptaciones, gana premios y tiene el reconocimiento del público. Pero sigue con el traje de faena, cerca de las fronteras, curioso, explorando los límites, manteniendo la misma búsqueda que al principio, en sus temas, en sus elecciones formales, tratando de componer el mejor teatro posible para un espectador que añora utilizar su inteligencia, su imaginación y su memoria en la experiencia teatral.

Eduardo Vasco es director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

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